Homilías del Papa y Temas sacerdotales
“Servir al pobre y al más pequeño, es servir a Jesús”, el Papa a los Religiosos cubanos
Celebración de las vísperas presidida por el
Papa Francisco con los religiosos y religiosas en la Catedral de La Habana. -
REUTERS
21/09/2015 01:57SHARE:
(RV).- “Dios quiere una Iglesia pobre, que se
ponga al servicio de los últimos”, lo dijo el Papa Francisco en su homilía en
la celebración de las vísperas de este XXV Domingo del Tiempo Ordinario en la
Catedral de La Habana.
Dejando de lado el discurso que tenía
preparado, el Santo Padre se dirigió a los sacerdotes, religiosos, religiosas y
seminaristas presentes en la celebración litúrgica, desde el corazón. Tomando
como inspiración las palabras del Cardenal Jaime Lucas Ortega, Arzobispo de San
Cristóbal de La Habana y del testimonio de la religiosa Yaileny Ponce de las
Hijas de la Caridad, el Pontífice afirmó que la pobreza es un término incómodo
para la mentalidad mundana que busca la satisfacción personal y el
individualismo. “El espíritu del mundo no ama el camino del Hijo de Dios, dijo
el Papa, que se vació a sí mismo, se hizo pobre, se hizo nada, se humilló, para
ser uno de nosotros”.
Asimismo, el Obispo de Roma resaltó el
servicio que muchos misioneros han realizado y realizan en la Isla Caribeña,
les agradeció por este servicio sobre todo en favor de los pequeños, los más
necesitados. “Hay servicios pastorales que pueden ser más gratificantes desde
el punto de vista humano, dijo el Papa, sin ser malos ni mundanos, pero cuando
uno busca en la preferencia interior al más pequeño, al más abandonado, al más
enfermo, al que nadie tiene en cuenta, al que nadie quiere, el más pequeño, y
sirve al más pequeño, está sirviendo a Jesús de manera superlativa”.
(Renato Martinez - Radio Vaticano)
Texto y audio completo de las palabras del
Papa Francisco a los Religiosos
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El Cardenal Jaime nos habló de pobreza y la
hermana Yaileny nos habló del más pequeño, de los más pequeños: “son todos
niños”. Yo tenía preparada una Homilía para decir ahora, en base a los textos
bíblicos, pero cuando hablan los profetas –y todo sacerdote es profeta, todo
bautizado es profeta, todo consagrado es profeta-, vamos a hacerles caso a
ellos. Y entonces, yo le voy a dar la Homilía al Cardenal Jaime para que se las
haga llegar a ustedes y la publiquen. Después la meditan. Y ahora, charlemos un
poquito sobre lo que dijeron estos dos profetas.
Al Cardenal Jaime se le ocurrió pronunciar
una palabra muy incómoda, sumamente incómoda, que incluso va de contramano con
toda la estructura cultural, entre comillas, del mundo. Dijo: “pobreza”. Y la
repitió varias veces. Y pienso que el Señor quiso que la escucháramos varias
veces y la recibiéramos en el corazón. El espíritu mundano no la conoce, no la
quiere, la esconde, no por pudor, sino por desprecio. Y, si tiene que pecar y
ofender a Dios, para que no le llegue la pobreza, lo hace. El espíritu del
mundo no ama el camino del Hijo de Dios, que se vació a sí mismo, se hizo
pobre, se hizo nada, se humilló, para ser uno de nosotros.
La pobreza que le dio miedo a aquel muchacho tan
generoso –había cumplido todos los mandamientos- y cuando Jesús le dijo: “Mirá,
vendé todo lo que tenés y dáselo a los pobres”, se puso triste, le tuvo miedo a
la pobreza. La pobreza, siempre tratamos de escamotearla, sea por cosas
razonables, pero estoy hablando de escamotearla en el corazón. Que hay que
saber administrar los bienes, es una obligación, pues los bienes son un don de
Dios, pero cuando esos bienes entran en el corazón y te empiezan a conducir la
vida, ahí perdiste. Ya no sos como Jesús. Tenés tu seguridad donde la tenía el
joven triste, el que se fue entristecido. A ustedes, sacerdotes, consagrados,
consagradas, creo que les puede servir lo que decía San Ignacio –y esto no es
propaganda publicitaria de familia, ¿no?-, pero el decía que la pobreza era el
muro y la madre de la vida consagrada. Era la madre porque engendraba más
confianza en Dios. Y era el muro porque la protegía de toda mundanidad.
¡Cuántas almas destruidas! Almas generosas, como la del joven entristecido, que
empezaron bien y después se les fue apegando el amor a esa mundanidad rica, y
terminaron mal. Es decir, mediocres. Terminaron sin amor porque la riqueza
pauperiza, pero pauperiza mal. Nos quita lo mejor que tenemos, nos hace pobres
en la única riqueza que vale la pena, para poner la seguridad en lo otro.
El espíritu de pobreza, el espíritu de
despojo, el espíritu de dejarlo todo, para seguir a Jesús. Este dejarlo todo no
lo invento yo. Varias veces aparece en el Evangelio. En un llamado de los
primeros que dejaron las barcas, las redes, y lo siguieron. Los que dejaron
todo para seguir a Jesús. Una vez me contaba un viejo cura sabio, hablando de
cuando se mete el espíritu de riqueza, de mundanidad rica, en el corazón de un
consagrado o de una consagrada, de un sacerdote, de un Obispo, de un Papa, lo
que sea. Dice que, cuando uno empieza a juntar plata, y para asegurarse el
futuro, ¿no cierto?, entonces, el futuro no está en Jesús, está en una compañía
de seguros de tipo espiritual, que yo manejo, ¿no? Entonces, cuando, por ejemplo,
una Congregación religiosa, por poner un ejemplo, me decía él, empieza a juntar
plata y a ahorrar, y a ahorrar, Dios es tan bueno que le manda un ecónomo
desastroso, que la lleva a la quiebra. Son de las mejores bendiciones de Dios a
su Iglesia, los ecónomos desastrosos, porque la hacen libre, la hacen pobre.
Nuestra Santa Madre Iglesia es pobre, Dios la quiere pobre, como quiso pobre a
nuestra Santa Madre María. Amen la pobreza como a madre. Y simplemente, les
sugiero, si alguno de ustedes tiene ganas, de preguntarse: ¿cómo está mi
espíritu de pobreza?, ¿cómo está mi despojo interior? Creo que pueda hacer bien
a nuestra vida consagrada, a nuestra vida presbiteral. Después de todo, no nos
olvidemos que es la primera de las Bienaventuranzas: Felices los pobres de
espíritu, los que no están apegados a la riqueza, a los poderes de este mundo.
Y la hermana nos hablaba de los últimos, de
los más pequeños que, aunque sean grandes, uno termina tratándolos como niños,
porque se presentan como niños. El más pequeño. Es una frase de Jesús esa. Y
que está en el protocolo sobre el cual vamos a ser juzgados: “Lo que hiciste al
más pequeño de estos hermanos, me lo hiciste a mí”. Hay servicios pastorales
que pueden ser más gratificantes desde el punto de vista humano, sin ser malos
ni mundanos, pero cuando uno busca en la preferencia interior al más pequeño,
al más abandonado, al más enfermo, al que nadie tiene en cuenta, al que nadie
quiere, el más pequeño, y sirve al más pequeño, está sirviendo a Jesús de
manera superlativa. A vos te mandaron donde no querías ir. Y lloraste. Lloraste
porque no te gustaba, lo cual no quiere decir que seas una monja llorona, no.
Dios nos libre de las monjas lloronas, ¿eh?, que siempre se están lamentando.
Eso no es mío, eso lo decía Santa Teresa, ¿eh?, a sus monjas. Es de ella. Guay
de aquella monja que anda todo el día lamentándose porque me hicieron una
injusticia. En el lenguaje castellano de la época decía: “guay de la monja que
anda diciendo: hiciéronme sin razón”. Vos lloraste porque eras joven, tenías
otras ilusiones, pensabas quizás que en un colegio podías hacer más cosas, y
que podías organizar futuros para la juventud. Y te mandaron ahí -“Casa de
Misericordia”-, donde la ternura y la misericordia del Padre se hace más
patente, donde la ternura y la misericordia de Dios se hace caricia. Cuántas
religiosas, y religiosos, queman -y repito el verbo, queman-, su vida,
acariciando material de descarte, acariciando a quienes el mundo descarta, a
quienes el mundo desprecia, a quienes el mundo prefiere que no estén, a quienes
el mundo hoy día, con métodos de análisis nuevos que hay, cuando se prevé que
puede venir con una enfermedad degenerativa, se propone mandarlo de vuelta,
antes de que nazca. Es el más pequeño. Y una chica joven, llena de ilusiones,
empieza su vida consagrada haciendo viva la ternura de Dios en su misericordia.
A veces, no entienden, no saben, pero qué linda es para Dios y que bien que
hace a uno, por ejemplo, la sonrisa de un espástico, que no sabe cómo hacerla,
o cuando te quieren besar y te babosean la cara. Esa es la ternura de Dios, esa
es la misericordia de Dios. O cuando están enojados y te dan un golpe. Y quemar
mi vida así, con material de descarte a los ojos del mundo, eso nos habla
solamente de una persona. Nos habla de Jesús, que, por pura misericordia del
Padre, se hizo nada, se anonadó, dice el texto de Filipenses, capítulo dos. Se
hizo nada. Y esta gente a la que vos dedicás tu vida, imitan a Jesús, no porque
lo quisieron, sino porque el mundo los trajo así. Son nada y se los esconde, no
se los muestra, o no se los visita. Y si se puede, y todavía se está a tiempo,
se los manda de vuelta. Gracias por lo que hacés y en vos, gracias a todas
estas mujeres y a tantas mujeres consagradas, al servicio de lo inútil, porque
no se puede hacer ninguna empresa, no se puede ganar plata, no se puede llevar adelante
absolutamente nada “constructivo” entre comillas, con esos hermanos nuestros,
con los menores, con los más pequeños. Ahí resplandece Jesús. Y ahí resplandece
mi opción por Jesús. Gracias a vos y a todos los consagrados y consagradas que
hacen esto.
“Padre, yo no soy monja, yo no cuido
enfermos, yo soy cura, y tengo una parroquia, o ayudo a un párroco. ¿Cuál es mi
Jesús predilecto? ¿Cuál es el más pequeño? ¿Cuál es aquél que me muestra más la
misericordia del Padre? ¿Dónde lo tengo que encontrar?”. Obviamente, sigo
recorriendo el protocolo de Mateo, 25. Ahí los tenés a todos: en el hambriento,
en el preso, en el enfermo. Ahí los vas a encontrar, pero hay un lugar
privilegiado para el sacerdote, donde aparece ese último, ese mínimo, el más
pequeño, y es el confesionario. Y ahí, cuando ese hombre, o esa mujer, te
muestra su miseria, ¡ojo!, que es la misma que tenés vos y que Dios te salvó,
¿eh?, de no llegar hasta ahí. Cuando te muestra su miseria, por favor, no lo
retes, no lo arrestes, no lo castigues. Si no tenés pecado, tirale la primera
piedra, pero solamente con esa condición. Si no, pensá en tus pecados. Y pensá
que vos podés ser esa persona. Y pensá que vos, potencialmente, podés llegar
más bajo todavía. Y pensá que vos, en ese momento, tenés un tesoro en las
manos, que es la misericordia del Padre. Por favor –a los sacerdotes-, no se
cansen de perdonar. Sean perdonadores. No se cansen de perdonar, como lo hacía
Jesús. No se escondan en miedos o en rigideces. Así como esta monja y todas las
que están en su mismo trabajo no se ponen furiosas cuando encuentran al enfermo
sucio o mal, sino que lo sirven, lo limpian, lo cuidan, así vos, cuando te
llega el penitente, no te pongas mal, no te pongas neurótico, no lo eches del
confesionario, no lo retes. Jesús los abrazaba. Jesús los quería. Mañana
festejamos San Mateo. Cómo robaba ese. Además, cómo traicionaba a su pueblo. Y
dice el Evangelio que, a la noche, Jesús fue a cenar con él y otros como él.
San Ambrosio tiene una frase que a mí me conmueve mucho: “Donde hay
misericordia, está el espíritu de Jesús. Donde hay rigidez, están solamente sus
ministros”.
Hermano sacerdote, hermano Obispo, no le
tengas miedo a la misericordia. Dejá que fluya por tus manos y por tu abrazo de
perdón, porque ese o esa que están ahí son el más pequeño. Y por lo tanto, es
Jesús. Esto es lo que se me ocurre decir después de haber escuchado estos dos
profetas. Que el Señor nos conceda estas gracias que ellos dos han sembrado en
nuestro corazón: pobreza y misericordia. Porque ahí está Jesús.
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