Homilías del Papa y Temas sacerdotales
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Evangelio de hoy
Día litúrgico: Sábado XXIV del tiempo
ordinario
Texto del Evangelio (Lc 8,4-15): En aquel
tiempo, habiéndose congregado mucha gente, y viniendo a Él de todas las
ciudades, dijo en parábola: «Salió un sembrador a sembrar su simiente; y al
sembrar, una parte cayó a lo largo del camino, fue pisada, y las aves del cielo
se la comieron; otra cayó sobre piedra, y después de brotar, se secó, por no
tener humedad; otra cayó en medio de abrojos, y creciendo con ella los abrojos,
la ahogaron. Y otra cayó en tierra buena, y creciendo dio fruto centuplicado».
Dicho esto, exclamó: «El que tenga oídos para oír, que oiga».
Le preguntaban sus discípulos qué significaba
esta parábola, y Él dijo: «A vosotros se os ha dado el conocer los misterios
del Reino de Dios; a los demás sólo en parábolas, para que viendo, no vean y,
oyendo, no entiendan.
»La parábola quiere decir esto: La simiente
es la Palabra de Dios. Los de a lo largo del camino, son los que han oído;
después viene el diablo y se lleva de su corazón la Palabra, no sea que crean y
se salven. Los de sobre piedra son los que, al oír la Palabra, la reciben con
alegría; pero éstos no tienen raíz; creen por algún tiempo, pero a la hora de
la prueba desisten. Lo que cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a
lo largo de su caminar son ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los
placeres de la vida, y no llegan a madurez. Lo que cae en buena tierra, son los
que, después de haber oído, conservan la Palabra con corazón bueno y recto, y
dan fruto con perseverancia».
Rev. D. Lluís RAVENTÓS i Artés
(Tarragona, España)
«Lo que cae en buena tierra, son los que (...)
dan fruto con perseverancia»
Hoy, Jesús nos habla de un sembrador que
salió «a sembrar su simiente» (Lc 8,5) y aquella simiente era precisamente «la
Palabra de Dios». Pero «creciendo con ella los abrojos, la ahogaron» (Lc 8,7).
Hay una gran variedad de abrojos. «Lo que
cayó entre los abrojos, son los que han oído, pero a lo largo de su caminar son
ahogados por las preocupaciones, las riquezas y los placeres de la vida, y no
llegan a madurez» (Lc 8,14).
—Señor, ¿acaso soy yo culpable de tener
preocupaciones? Ya quisiera no tenerlas, ¡pero me vienen por todas partes! No
entiendo por qué han de privarme de tu Palabra, si no son pecado, ni vicio, ni
defecto.
—¡Porque olvidas que Yo soy tu Padre y te
dejas esclavizar por un mañana que no sabes si llegará!
«Si viviéramos con más confianza en la
Providencia divina, seguros —¡con una firmísima fe!— de esta protección diaria
que nunca nos falta, ¡cuántas preocupaciones o inquietudes nos ahorraríamos!
Desaparecerían un montón de quimeras que, en boca de Jesús, son propias de
paganos, de hombres mundanos (cf. Lc 12,30), de las personas que son carentes
de sentido sobrenatural (...). Yo quisiera grabar a fuego en vuestra mente —nos
dice san Josemaría— que tenemos todos los motivos para andar con optimismo en
esta tierra, con el alma desasida del todo de tantas cosas que parecen
imprescindibles, puesto que vuestro Padre sabe muy bien lo que necesitáis! (cf.
Lc 12,30), y Él proveerá». Dijo David: «Pon tu destino en manos del Señor, y él
te sostendrá» (Sal 55,23). Así lo hizo san José cuando el Señor lo probó:
reflexionó, consultó, oró, tomó una resolución y lo dejó todo en manos de Dios.
Cuando vino el Ángel —comenta Mn. Ballarín—, no osó despertarlo y le habló en
sueños. En fin, «Yo no debo tener más preocupaciones que tu Gloria..., en una
palabra, tu Amor» (San Josemaría).
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