Homilías del Papa y Temas sacerdotales
Contemplar
el Evangelio de hoy
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Evangelio
de hoy
Día
litúrgico: Domingo XXIV (B) del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Mc 8,27-35): En aquel
tiempo, salió Jesús con sus discípulos hacia los pueblos de Cesarea de Filipo,
y por el camino hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres
que soy yo?». Ellos le dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías;
otros, que uno de los profetas». Y Él les preguntaba: «Y vosotros, ¿quién decís
que soy yo?». Pedro le contesta: «Tú eres el Cristo».
Y les mandó enérgicamente que a nadie
hablaran acerca de Él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía
sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los
escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente.
Tomándole aparte, Pedro, se puso a reprenderle. Pero Él, volviéndose y mirando
a sus discípulos, reprendió a Pedro, diciéndole: «¡Quítate de mi vista,
Satanás! porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres».
Llamando a la gente a la vez que a sus
discípulos, les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá;
pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará».
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)

«Si alguno quiere venir en pos de mí (…)
tome su cruz y sígame»
Hoy día nos encontramos con situaciones
similares a la descrita en este pasaje evangélico. Si, ahora mismo, Dios nos
preguntara «¿quién dicen los hombres que soy yo?» (Mc 8,27), tendríamos que
informarle acerca de todo tipo de respuestas, incluso pintorescas. Bastaría con
echar una ojeada a lo que se ventila y airea en los más variados medios de
comunicación. Sólo que… ya han pasado más de veinte siglos de “tiempo de la
Iglesia”. Después de tantos años, nos dolemos y —con santa Faustina— nos
quejamos ante Jesús: «¿Por qué es tan pequeño el número de los que Te conocen?».
Jesús, en aquella ocasión de la confesión de
fe hecha por Simón Pedro, «les mandó enérgicamente que a nadie hablaran acerca
de Él» (Mc 8,30). Su condición mesiánica debía ser transmitida al pueblo judío
con una pedagogía progresiva. Más tarde llegaría el momento cumbre en que
Jesucristo declararía —de una vez para siempre— que Él era el Mesías: «Yo soy»
(Lc 22,70). Desde entonces, ya no hay excusa para no declararle ni reconocerle
como el Hijo de Dios venido al mundo por nuestra salvación. Más aun: todos los
bautizados tenemos ese gozoso deber “sacerdotal” de predicar el Evangelio por
todo el mundo y a toda criatura (cf. Mc 16,15). Esta llamada a la predicación
de la Buena Nueva es tanto más urgente si tenemos en cuenta que acerca de Él se
siguen profiriendo todo tipo de opiniones equivocadas, incluso blasfemas.
Pero el anuncio de su mesianidad y del
advenimiento de su Reino pasa por la Cruz. En efecto, Jesucristo «comenzó a
enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho» (Mc 8,31), y el Catecismo
nos recuerda que «la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las
persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios» (n. 769). He aquí, pues, el
camino para seguir a Cristo y darlo a conocer: «Si alguno quiere venir en pos
de mí (…) tome su cruz y sígame» (Mc 8,34).
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