Blog de Tío Paco-Franjaoli-Franja
Como no sabía en qué blog colocar esta meditación de Juan Pablo
II, un poco larga, he decidido ponerla en el blog sacerdotal, porque, si algún
sacerdote entra en las páginas del blog, puede admirarse de la interpretación del
pasaje del Apocalipsis, muy conocido, pero que nos da un poco de miedo. Y el Beato
Juan Pablo II lo dice y comenta de una manera muy hermosa. Franja.
María,
indica el camino hacia la unión plena con Dios
Juan
Pablo II profundizó en la fuerza que puede infundir en un corazón azorado la
figura de la Virgen.
Autor:
SS Juan Pablo II | Fuente: Catholic.net
En
medio de las dificultades de la vida, el cristiano cuenta con una ayuda única:
la figura de la Madre de Dios «que indica el camino, es decir, Cristo, único
mediador que lleva en plenitud al Padre».
Juan
Pablo II profundizó en la fuerza que puede infundir en un corazón azorado la
figura de la Virgen.
Al
levantar la mirada hacia su imagen, explicó el Santo Padre, «podemos afirmar
que María, junto a su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la
liberación de la humanidad y del cosmos».
Queridos
hermanos
Recordemos
una de las páginas más conocidas del Apocalipsis de Juan. En la mujer encinta,
que da a luz un hijo, ante un dragón rojo como la sangre enfurecido con ella y
con el que ha engendrado, la tradición cristiana, litúrgica y artística, ha
visto la imagen de María, la madre de Cristo. Sin embargo, según la intención
original del autor sagrado, si el nacimiento del niño representa la venida del
Mesías, la mujer personifica evidentemente al pueblo de Dios, es decir, el
Israel bíblico, o sea, la Iglesia. La interpretación mariana no está en
contraste con el sentido eclesial del texto, ya que María es «figura de la
Iglesia» (Lumen Gentium, 63; cf. San Ambrosio, «Expos. Lc», II, 7).
En
lo profundo de la comunidad fiel aparece por tanto el perfil de la Madre del
Mesías. Contra María y la Iglesia se levanta el dragón, que evoca a Satanás y
el mal, como lo indica la simbología del Antiguo Testamento: el color rojo es
signo de guerra, de masacre, de sangre derramada; las «siete cabezas» coronadas
indican un poder inmenso; mientras que los «diez cuernos» evocan la fuerza
impresionante de la bestia, descrita por el profeta Daniel (cf. 7,7), imagen
también del poder prevaricador que amenaza a la historia.
El
bien y el mal, por tanto, se enfrentan. María, su Hijo y la Iglesia representan
la aparente debilidad y pequeñez del amor, de la verdad, de la justicia. Contra
ellos se desencadena la monstruosa energía devastadora de la violencia, de la
mentira, de la injusticia. Pero el canto que sella el pasaje nos recuerda que
el veredicto definitivo es confiado a «la salvación, el poder y el reinado de
nuestro Dios y la potestad de su Cristo» (Apocalipsis 12, 10).
Ciertamente
en el tiempo de la historia, la Iglesia puede verse obligada a refugiarse en el
desierto, como el antiguo Israel en marcha hacia la tierra prometida. El
desierto, entre otras cosas, es el refugio tradicional de los perseguidos, es
el ámbito secreto y sereno donde se ofrece la protección divina (cf. Génesis
21, 14-19; 1Reyes 19,4-7). Ahora bien, en este refugio la mujer permanece sólo
durante un período de tiempo limitado, como subraya el Apocalipsis (cf.
12,6.14). El tiempo de la angustia, de la persecución, de la prueba no es, por
tanto, definitivo: al final, vendrá la liberación y será la hora de la gloria.
Nuestra Señora la que desata los nudos
Contemplando
este misterio desde una perspectiva mariana, podemos afirmar que «María, junto
a su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la
humanidad y del cosmos. La Iglesia deber mirar hacia ella, que es su madre y
modelo, para comprender el sentido de su propia misión en plenitud»
(Congregación para la Doctrina de la Fe, «Libertatis conscientia», 22-3-1986,
n. 97; cf. «Redemptoris Mater», 37).
Fijemos,
entonces, nuestra mirada en María, imagen de la Iglesia peregrina en el
desierto de la historia, que se dirige a la meta gloriosa de la Jerusalén
celeste, donde resplandecerá como Esposa del Cordero, Cristo Señor. La Iglesia
de Oriente honra a la Madre de Dios como la «Odiguitria», la que «indica el
camino», es decir, Cristo, único mediador que lleva en plenitud al Padre. Un
poeta francés ve en ella «la criatura en su estado original y en su lozanía
final, como surgió de Dios en la mañana de su esplendor original» (Paul
Claudel, «La Vierge à midi», editorial Pléiade, página 540).
En
su inmaculada concepción, María es el modelo perfecto de la criatura humana,
llena desde el inicio de esa gracia divina que sostiene y transfigura a la
criatura (cf. Lucas 1, 28), que escoge siempre, en su libertad, el camino de
Dios. De este modo, en su gloriosa asunción al cielo, María, es la imagen de la
criatura llamada por Cristo resucitado a alcanzar, al final de la historia, la
plenitud de la comunión con Dios en la resurrección a una eternidad
bienaventurada. Para la Iglesia, que experimenta con frecuencia el peso de la
historia y el asedio del mal, la Madre de Cristo es el emblema luminoso de la
humanidad redimida y abrazada por la gracia que salva.
La
meta última de la vicisitud humana llegará cuando «Dios sea todo en todo» (1
Corintios 15, 28) y, como anuncia el Apocalipsis, cuando «el mar deje de
existir» (21, 1), para explicar que el signo del caos destructor y del mal será
finalmente eliminado. Entonces la Iglesia se presentará ante Cristo como «como
una novia ataviada para su esposo» (Apocalipsis 21, 2). Esa será la hora de la
intimidad y del amor sin fisuras. Pero ya desde ahora, al mirar a la Virgen
elevada al cielo, la Iglesia comienza a experimentar la alegría que le será
ofrecida en plenitud al final de los tiempos.
En
la peregrinación de fe a través de la historia, María acompaña a la Iglesia
como «modelo de la comunión eclesial en la fe, en la caridad y en la unión con
Cristo. Eternamente presente en el misterio de Cristo, ella está, en medio de
los apóstoles, en el corazón mismo de la Iglesia naciente y de la Iglesia de
todos los tiempos. Efectivamente, "la Iglesia fue congregada en el
cenáculo con María, que era la Madre de Jesús, y con sus hermanos. No se puede,
por tanto, hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor, con
sus hermanos» (Congregación para la Doctrina de la Fe, «Communionis notio»,
28-5-1992, n. 19; cf. San Cromacio de Aquileya, «Sermo» 30, 1).
Cantemos,
entonces, nuestro himno de alabanza a María, imagen de la humanidad redimida,
signo de la Iglesia que vive en la fe y en el amor, anticipando la plenitud de
la Jerusalén celeste. «El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado "la
cítara del Espíritu Santo", ha cantado incansablemente a María, dejando
una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia siríaca»
(«Redemptoris Mater», 31). Es él quien presenta a María como imagen de belleza:
«Ella es santa en su cuerpo, bella en su espíritu, pura en sus pensamientos,
sincera en su inteligencia, perfecta en sus sentimientos, casta, firme en sus
propósitos, inmaculada en su corazón, eminente, llena de todas las virtudes»
(«Himnos a la Virgen María» 1,4; editorial Th. J. Lamy, «Hymni de B. Maria»,
Malines 1886, t. 2, col. 520).
Que esta imagen resplandezca en el corazón de toda
comunidad eclesial como reflejo perfecto de Cristo y que sea como un signo que
se alza por encima de los pueblos, como «ciudad colocada en la cumbre de una
montaña», y «lámpara sobre el candelero para que alumbre a todos» (cf. Mateo 5,
14-15).
Un buen enlace
Confeccionado por Franja
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