Homilías del Papa y Temas sacerdotales
Contemplar el Evangelio de hoy
Evangelio de hoy
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Día litúrgico: Pentecostés
(Misa del día)
Texto
del Evangelio (Jn 20,19-23): Al atardecer de aquel día, el primero de la
semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde
se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo:
«La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los
discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con
vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre
ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados,
les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Comentario:
Mons. Josep Àngel SAIZ i Meneses
Obispo de Terrassa (Barcelona, España)
«Recibid
el Espíritu Santo»
Hoy, en
el día de Pentecostés se realiza el cumplimiento de la promesa que Cristo había
hecho a los Apóstoles. En la tarde del día de Pascua sopló sobre ellos y les
dijo: «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22). La venida del Espíritu Santo el
día de Pentecostés renueva y lleva a plenitud ese don de un modo solemne y con
manifestaciones externas. Así culmina el misterio pascual.
El
Espíritu que Jesús comunica, crea en el discípulo una nueva condición humana, y
produce unidad. Cuando el orgullo del hombre le lleva a desafiar a Dios
construyendo la torre de Babel, Dios confunde sus lenguas y no pueden
entenderse. En Pentecostés sucede lo contrario: por gracia del Espíritu Santo,
los Apóstoles son entendidos por gentes de las más diversas procedencias y
lenguas.
El
Espíritu Santo es el Maestro interior que guía al discípulo hacia la verdad,
que le mueve a obrar el bien, que lo consuela en el dolor, que lo transforma
interiormente, dándole una fuerza, una capacidad nuevas.
El
primer día de Pentecostés de la era cristiana, los Apóstoles estaban reunidos
en compañía de María, y estaban en oración. El recogimiento, la actitud orante
es imprescindible para recibir el Espíritu. «De repente, un ruido del cielo,
como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron
aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de
cada uno» (Hch 2,2-3).
Todos
quedaron llenos del Espíritu Santo, y se pusieron a predicar valientemente.
Aquellos hombres atemorizados habían sido transformados en valientes
predicadores que no temían la cárcel, ni la tortura, ni el martirio. No es
extraño; la fuerza del Espíritu estaba en ellos.
El
Espíritu Santo, Tercera Persona de la Santísima Trinidad, es el alma de mi
alma, la vida de mi vida, el ser de mi ser; es mi santificador, el huésped de
mi interior más profundo. Para llegar a la madurez en la vida de fe es preciso
que la relación con Él sea cada vez más consciente, más personal. En esta
celebración de Pentecostés abramos las puertas de nuestro interior de par en
par.
Comentario:
Rev. D. Joan MARTÍNEZ Porcel
(Barcelona, España)
MISA DE
LA VIGILIA (Jn 7,37-39)
«De su seno correrán ríos de agua viva»
Hoy
contemplamos a Jesús en el último día de la fiesta de los Tabernáculos, cuando
puesto en pie gritó: «Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en
mí, como dice la Escritura: ‘De su seno correrán ríos de agua viva’» (Jn
7,37-38). Se refería al Espíritu.
La
venida del Espíritu es una teofanía en la que el viento y el fuego nos
recuerdan la trascendencia de Dios. Tras recibir al Espíritu, los discípulos
hablan sin miedo. En la Eucaristía de la vigilia vemos al Espíritu como un “río
interior de agua viva”, como lo fue en el seno de Jesús; y a la vez descubrimos
que también, en la Iglesia, es el Espíritu quien infunde la vida verdadera.
Habitualmente nos referimos al papel del Espíritu en un nivel individual, en
cambio hoy la palabra de Dios remarca su acción en la comunidad cristiana: «El
Espíritu que iban a recibir los que creyeran en Él» (Jn 7,39). El Espíritu
constituye la unidad firme y sólida que transforma la comunidad en un solo
cuerpo, el cuerpo de Cristo. Por otra parte, Él mismo es el origen de la
diversidad de dones y carismas que nos diferencian a todos y a cada uno de
nosotros.
La unidad
es signo claro de la presencia del Espíritu en nuestras comunidades. Lo más
importante de la Iglesia es invisible, y es precisamente la presencia del
Espíritu que la vivifica. Cuando miramos la Iglesia únicamente con ojos
humanos, sin hacerla objeto de fe, erramos, porque dejamos de percibir en ella
la fuerza del Espíritu. En la normal tensión entre unidad y diversidad, entre
iglesia universal y local, entre comunión sobrenatural y comunidad de hermanos
necesitamos saborear la presencia del Reino de Dios en su Iglesia peregrina. En
la oración colecta de la celebración eucarística de la vigilia pedimos a Dios
que «los pueblos divididos (...) se congreguen por medio de tu Espíritu y,
reunidos, confiesen tu nombre en la diversidad de sus lenguas».
Ahora
debemos pedir a Dios saber descubrir el Espíritu como alma de nuestra alma y
alma de la Iglesia.
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