Homilías del Papa y Temas sacerdotales
El
mensaje de la Declaración Nostra ætate es siempre actual, Catequesis del Papa
El
Papa Francisco celebra la audiencia general del último miércoles de octubre en
la Plaza de San Pedro - ANSA
28/10/2015
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Texto
y audio de la catequesis del Papa traducida del italiano:
Queridos
hermanos y hermanas buenos días,
En
las Audiencias generales hay a menudo personas o grupos pertenecientes a otras
religiones; pero hoy esta presencia es del todo particular, para recordar
juntos el 50º aniversario de la Declaración del Concilio Vaticano II Nostra
aetate sobre las relaciones de la Iglesia Católica con las religiones no
cristianas. Este tema estaba fuertemente en el corazón del beato Papa Pablo VI,
que en la fiesta de Pentecostés del año anterior al final del Concilio había
instituido el Secretariado para los no cristianos, hoy Consejo Pontificio para
el Diálogo Interreligioso. Expreso por eso mi gratitud y mi calurosa bienvenida
a personas y grupos de diferentes religiones, que hoy han querido estar
presentes, especialmente a quienes vienen de lejos.
El
Concilio Vaticano II ha sido un tiempo extraordinario de reflexión, diálogo y
oración para renovar la mirada de la Iglesia Católica sobre sí misma y sobre el
mundo. Una lectura de los signos de los tiempos en miras a una actualización
orientada a una doble fidelidad: fidelidad a la tradición eclesial y fidelidad
a la historia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. De hecho Dios, que se
ha revelado en la creación y en la historia, que ha hablado por medio de los
profetas y completamente en su Hijo hecho hombre (cfr Heb 1,1), se dirige al
corazón y al espíritu de cada ser humano que busca la verdad y los caminos para
practicarla.
El
mensaje de la Declaración Nostra aetate es siempre actual. Recuerdo brevemente
algunos puntos:
La
creciente interdependencia de los pueblos ( cfr n. 1);
La
búsqueda humana de un sentido de la vida, del sufrimiento, de la muerte,
preguntas que siempre acompañan nuestro camino (cfr n.1);
El
origen común y el destino común de la humanidad (cfr n. 1);
La
unicidad de la familia humana (cfr n. 1);
Las
religiones como búsqueda de Dios o del Absoluto, en el interior de las varias
etnias y culturas (cfr n. 1);
La
mirada benévola y atenta de la Iglesia sobre las religiones: ella no rechaza
nada de lo que en estas religiones hay de bello y verdadero (cfr n. 2);
La
Iglesia mira con estima los creyentes de todas las religiones, apreciando su
compromiso espiritual y moral (cfr n. 3);
La
Iglesia abierta al diálogo con todos, y al mismo tiempo fiel a la verdad en la
que cree, por comenzar en aquella que la salvación ofrecida a todos tiene su
origen en Jesús, único salvador, y que el Espíritu Santo está a la obra, fuente
de paz y amor.
Son
tantos los eventos, las iniciativas, las relaciones institucionales o
personales con las religiones no cristianas de estos últimos cincuenta años, y
es difícil recordar todos. Un hecho particularmente significativo ha sido el
Encuentro de Asís del 27 de octubre de 1986. Este fue querido y promovido por
san Juan Pablo II, quien un año antes, es decir hace treinta años, dirigiéndose
a los jóvenes musulmanes en Casablanca deseaba que todos los creyentes en Dios
favorecieran la amistad y la unión entre los hombres y los pueblos (19 de
agosto de 1985). La llama, encendida en Asís, se ha extendido en todo el mundo
y constituye un signo permanente de esperanza.
Una
especial gratitud a Dios merece la verdadera y propia transformación que ha
tenido en estos 50 años la relación entre cristianos y judíos. Indiferencia y
oposición se transformaron en colaboración y benevolencia. De enemigos y extraños
nos hemos transformado en amigos y hermanos. El Concilio, con la Declaración
Nostra aetate, ha trazado el camino: “si” al redescubrimiento de las raíces
judías del cristianismo; “no” a cualquier forma de antisemitismo y condena de
todo insulto, discriminación y persecución que se derivan.
El conocimiento, el
respeto y la estima mutua constituyen el camino que, si vale en modo peculiar
para la relación con los judíos, vale análogamente también para la relación con
las otras religiones. Pienso en particular en los musulmanes, que -como
recuerda el Concilio- «adoran al único Dios, viviente y subsistente,
misericordioso y omnipotente, creador del cielo y de la tierra, que ha hablado
a los hombres» (Nostra aetate, 5). Ellos se refieren a la paternidad de Abraham,
veneran a Jesús como profeta, honran a su Madre virgen, María, esperan el día
del juicio, y practican la oración, la limosna y el ayuno (cfr ibid).
El
diálogo que necesitamos no puede ser sino abierto y respetuoso, y entonces se
revela fructífero. El respeto recíproco es condición y, al mismo tiempo, fin
del diálogo interreligioso: respetar el derecho de otros a la vida, a la
integridad física, a las libertades fundamentales, es decir a la libertad de
conciencia, de pensamiento, de expresión y de religión.
El
mundo nos mira a nosotros los creyentes, nos exhorta a colaborar entre nosotros
y con los hombres y las mujeres de buena voluntad que no profesan alguna
religión, nos pide respuestas efectivas sobre numerosos temas: la paz, el
hambre, la miseria que aflige a millones de personas, la crisis ambiental, la
violencia, en particular aquella cometida en nombre de la religión, la
corrupción, el degrado moral, la crisis de la familia, de la economía, de las
finanzas y sobre todo de la esperanza. Nosotros creyentes no tenemos recetas
para estos problemas, pero tenemos un gran recurso: la oración. Y nosotros
creyentes rezamos, debemos rezar. La oración es nuestro tesoro, a la que nos
acercamos según nuestras respectivas tradiciones, para pedir los dones que anhela
la humanidad.
A
causa de la violencia y del terrorismo se ha difundido una actitud de sospecha
o incluso de condena de las religiones. En realidad, aunque ninguna religión es
inmune del riesgo de desviaciones fundamentalistas o extremistas en individuos
o grupos (cfr Discurso al Congreso EEUU, 24 de septiembre de 2015), es
necesario mirar los valores positivos que viven y proponen y que son fuentes de
esperanza. Se trata de alzar la mirada para ir más allá. El diálogo basado
sobre el confiado respeto puede llevar semillas de bien que se transforman en
brotes de amistad y de colaboración en tantos campos, y sobre todo en el
servicio a los pobres, a los pequeños, a los ancianos, en la acogida de los
migrantes, en la atención a quien es excluido. Podemos caminar juntos cuidando
los unos de los otros y de lo creado. Todos los creyentes de cada religión.
Juntos podemos alabar al Creador por habernos dado el jardín del mundo para
cultivar y cuidar como bien común, y podemos realizar proyectos compartidos
para combatir la pobreza y asegurar a cada hombre y mujer condiciones de vida
dignas.
El
Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que está delante de nosotros, es una
ocasión propicia para trabajar juntos en el campo de las obras de caridad. Y en
este campo, donde cuenta sobretodo la compasión, pueden unirse a nosotros
tantas personas que no se sienten creyentes o que están en búsqueda de Dios y
de la verdad, personas que ponen al centro el rostro del otro, en particular el
rostro del hermano y de la hermana necesitados. Pero la misericordia a la cual
somos llamados abraza a todo el creado, que Dios nos ha confiado para ser
cuidadores y no explotadores, o peor todavía, destructores. Debemos siempre
proponernos dejar el mundo mejor de como lo hemos encontrado (cfr Enc. Laudato
si’, 194), a partir del ambiente en el cual vivimos, de nuestros pequeños
gestos de nuestra vida cotidiana.
Queridos
hermanos y hermanas, en cuanto al futuro del diálogo interreligioso, la primera
cosa que debemos hacer es rezar. Y rezar los unos por los otros, somos
hermanos. Sin el Señor, nada es posible; con Él, ¡todo se convierte! Que
nuestra oración pueda, cada uno según la propia tradición, pueda adherirse
plenamente a la voluntad de Dios, quien desea que todos los hombres se reconozcan
hermanos y vivan como tal, formando la gran familia humana en la armonía de la
diversidad. Gracias. (Traducido por Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).
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