Homilías del Papa y Temas sacerdotales
Una noticia mundial
EL PAPA FRANCISCO, EN
ESTRASBURGO: «LA ENFERMEDAD QUE VEO MÁS EXTENDIDA EN EUROPA ES LA SOLEDAD»
JUAN VICENTE BOO /
CORRESPONSAL EN EL VATICANO
Día 25/11/2014 - 17.32h
Invita al Parlamento
Europeo a «construir juntos la Europa que no gire en torno a la economía sino a
la sacralidad de la persona humana»
En un discurso de gran envergadura ante el pleno del Parlamento Europeo,
el Papa Francisco salió al paso de los miedos y los errores del Viejo
continente, animando a no perder de vista el rumbo esencial: «construir juntos
la Europa que no gire en torno a la economíasino a la sacralidad de
la persona humana».
Del mismo modo que Juan Pablo II en su discurso de 1988
puso delante de la Eurocámara la dura realidad de los países del Este, el
primer Papa americano se concentró en recordar que las instituciones políticas
están al servicio de las personas y no de los intereses económicos.
El Papa, que fue recibido con gran cordialidad por el presidente Martin
Schulz, presentó ante los 751 eurodiputados de 28 países y los presidentes
de las demás instituciones –Comisión Europea, Consejo Europeo y Consejo de la
Unión Europea- un «mensaje de esperanza y aliento, basado en la
confianza de que las dificultades pueden convertirse en fuerte promotoras de
unidad para vencer todos los miedos».
Yendo directamente a lo esencial, les recordó que «en el centro de este
ambicioso proyecto político se encontraba la confianza en el hombre, no tanto
como ciudadano o sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una
dignidad trascendente».
Creer en esa dignidad es la base
de la defensa de los derechos humanos. Por eso, al tiempo que aplaudía los
esfuerzos de la Unión Europea, hizo notar que «persisten demasiadas situaciones
en las quelos seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se
puede programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después
pueden ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o
ancianos».
Mal uso de los derechos humanos
En su largo discurso, pronunciado en italiano, el Papa les previno con
claridad frente a «errores que pueden nacer de una mala comprensión de los
derechos humanos y de un paradójico mal uso de los mismos» como «la tendencia
hacia una reivindicación siempre más amplia de los derechos individuales, que
esconde una concepción de persona humana desligada de todo contexto social y
antropológico».
Otro error es que «el concepto de derecho ya no se asocia al de deber,
igualmente esencial y complementario», por lo que consideró vital «profundizar
hoy en una cultura de los derechos humanos que pueda unir sabiamente la
dimensión individual, o mejor, personal, con la del bien común».
«La soledad se ha agudizado por la crisis económica»
Los pasajes más
profundos de su discurso se centraron en «la dignidad trascendente del hombre,
su innata capacidad de distinguir el bien del mal, esa «brújula» inscrita en
nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo creado», mirando al
hombre «no como un absoluto, sino como un ser relacional» para superar el drama
de la soledad en que viven ya tantas personas. «Una de las enfermedades que
veo más extendidas en Europa es la soledad, propia de quien no tiene lazo
alguno», ha dicho.
Pasando al plano concreto de la política, el Santo Padre hizo notar que «esa
soledad se ha agudizado por la crisis económica» y constató que «en el
curso de los últimos años, junto al proceso de ampliación de la Unión Europea,
ha ido creciendo la desconfianza de los ciudadanos respecto a instituciones
consideradas distantes».
En tono muy fuerte denunció «algunos estilos de vida un tanto egoístas,
caracterizados por una opulencia insostenible y a menudo indiferente respecto
al mundo circunstante, y sobre todo a los más pobres».
Cultura del descarte
Con un aplauso atronador, los eurodiputados rubricaron otra denuncia mas
grave, la del economicismo que convierte a las personas en elementos de
producción o de consumo hasta que, «cuando la vida ya no sirve a dicho
mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los
enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los
niños asesinados antes de nacer».
Por eso, con palabras muy claras les recordó que «ustedes, en su vocación
de parlamentarios, están llamados también a una gran misión, aunque pueda
parecer inútil: Preocuparse de la fragilidad de los pueblos y de las personas.
Cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en
medio de un modelo funcionalista y privatista que conduce inexorablemente a la
"cultura del descarte"».
El Papa aseguró que «una Europa capaz de apreciar las propias raíces
religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza y potencialidad, puede ser
también más fácilmente inmune a tantos extremismos que se expanden en el mundo
actual, también por el gran vacío en el ámbito de los ideales, como lo vemos en
el así llamado Occidente, porque es precisamente este olvido de Dios, en lugar
de su glorificación, lo que engendra la violencia».
Persecuciones religiosas
A renglón seguido denunció «las numerosas injusticias y persecuciones que
sufren cotidianamente las minorías religiosas, y particularmente cristianas, en
diversas partes del mundo. Comunidades y personas que son objeto de crueles
violencias: expulsadas de sus propias casas y patrias; vendidas como esclavas;
asesinadas, decapitadas, crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y
cómplice silencio de tantos».
En la misma línea realista, el Papa volvió al escenario de la política
europea para invitarles a servir a la democracia con hechos pues, si no, «se
corre el riesgo de vivir en el reino de la idea, de la mera palabra, de la
imagen, del sofisma… y se termina por confundir la realidad de la
democracia con un nuevo nominalismo político».
«La familia unida trae esperanza al futuro»
Para mantener las
democracias, continuó el Papa, es necesario «evitar que su fuerza real sea
desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no universales, que
las hacen más débiles y las trasforman en sistemas uniformadores de poder
financiero al servicio de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la
historia nos ofrece».
Con toda confianza, propuso a la Eurocámara «invertir en la persona
humana», empezando por «la educación, a partir de la familia, célula fundamental
y elemento precioso de toda sociedad. La familia unida, fértil e indisoluble
trae consigo los elementos fundamentales para dar esperanza al futuro». Un
enésimo aplauso manifestó buena acogida a su propuesta.
Ecología humana
Los aplausos se repitieron a raíz de las invitaciones del Papa a
desarrollar «las potencialidades creativas de Europa en varios campos de la
investigación científica, algunos de los cuales no están explorados todavía
completamente. Baste pensar, por ejemplo, en las fuentes alternativas de
energía, cuyo desarrollo contribuiría mucho a la defensa del ambiente».
Según el Santo Padre, «el respeto por la
naturaleza nos recuerda que el hombre mismo es parte
fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se necesita una ecología
humana, hecha del respeto de la persona, que hoy he querido recordar
dirigiéndome a ustedes».
Cuestión migratoria
La Eurocámara reaccionó con otro aplauso emocionado cuando el Papa puso el
dedo en otra llaga: «Es igualmente necesario afrontar juntos la cuestión
migratoria. No se puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran
cementerio. En las barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay
hombres y mujeres que necesitan acogida y ayuda».
La última parte de su larguísimo discurso hizo referencia a la «identidad
cultural» de Europa, en la que se basa su fuerza, y que permitirá jugar un papel
frente a los conflictos y frente al terrorismo internacional.
Como conclusión, el Papa dijo a los eurodiputados que «ha llegado la
hora de construir juntos la Europa que no gire en torno a la economía, sino
a la sacralidad de la persona humana, de los valores inalienables; la Europa
que abrace con valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para vivir
plenamente y con esperanza su presente».
En tono vibrante insistió en que «ha llegado el momento de abandonar la
idea de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para
suscitar y promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte,
música, valores humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo y
persigue ideales; la Europa que mira, defiende y tutela al hombre; la Europa
que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de referencia para
toda la humanidad».
El discurso había durado casi una hora, pero los eurodiputados seguían con
pasión sus palabras. Al final, como un resorte, se levantaron y le dedicaron
una larguísima, interminable ovación en pie. Era un homenaje a su persona pero,
sobre todo, a lo que les acababa de decir.
Etiquetas: Papa Francisco, Parlamento Europeo, Estrasburgo
[TEXTO] Discurso completo del Papa Francisco al Parlamento Europeo
Queridos amigos
Les agradezco que me hayan invitado a tomar la palabra ante esta
institución fundamental de la vida de la Unión Europea, y por la oportunidad
que me ofrecen de dirigirme, a través de ustedes, a los más de quinientos
millones de ciudadanos de los 28 Estados miembros a quienes representan.
Agradezco particularmente a usted, Señor Presidente del Parlamento, las
cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos los
miembros de la Asamblea.
Mi visita tiene lugar más de un cuarto de siglo después de la del Papa Juan
Pablo II. Muchas cosas han cambiado desde entonces, en Europa y en todo el
mundo. No existen los bloques contrapuestos que antes dividían el Continente en
dos, y se está cumpliendo lentamente el deseo de que «Europa, dándose
soberanamente instituciones libres, pueda un día ampliarse a las dimensiones
que le han dado la geografía y aún más la historia».
Junto a una Unión Europea más amplia, existe un mundo más complejo y en
rápido movimiento. Un mundo cada vez más interconectado y global, y, por eso,
siempre menos «eurocéntrico». Sin embargo, una Unión más amplia, más
influyente, parece ir acompañada de la imagen de una Europa un poco envejecida
y reducida, que tiende a sentirse menos protagonista en un contexto que la
contempla a menudo con distancia, desconfianza y, tal vez, con sospecha.
Al dirigirme hoy a ustedes desde mi vocación de Pastor, deseo enviar a todos
los ciudadanos europeos un mensaje de esperanza y de aliento.
Un mensaje de esperanza basado en la confianza de que las dificultades
puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad, para vencer todos los
miedos que Europa – junto a todo el mundo – está atravesando. Esperanza en el
Señor, que transforma el mal en bien y la muerte en vida.
Un mensaje de aliento para volver a la firme convicción de los Padres
fundadores de la Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en la
capacidad de trabajar juntos para superar las divisiones, favoreciendo la paz y
la comunión entre todos los pueblos del Continente. En el centro de este
ambicioso proyecto político se encontraba la confianza en el hombre, no tanto
como ciudadano o sujeto económico, sino en el hombre como persona dotada de una
dignidad trascendente.
Quisiera subrayar, ante todo, el estrecho vínculo que existe entre estas
dos palabras: «dignidad» y «trascendente».
La «dignidad» es una palabra clave que ha caracterizado el proceso de
recuperación en la segunda postguerra. Nuestra historia reciente se distingue
por la indudable centralidad de la promoción de la dignidad humana contra las
múltiples violencias y discriminaciones, que no han faltado, tampoco en Europa,
a lo largo de los siglos. La percepción de la importancia de los derechos
humanos nace precisamente como resultado de un largo camino, hecho también de
muchos sufrimientos y sacrificios, que ha contribuido a formar la conciencia
del valor de cada persona humana, única e irrepetible. Esta conciencia cultural
encuentra su fundamento no sólo en los eventos históricos, sino, sobre todo, en
el pensamiento europeo, caracterizado por un rico encuentro, cuyas múltiples y
lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes celtas, germánicos
y eslavos, y del cristianismo que los marcó profundamente, dando lugar al
concepto de «persona».
Hoy, la promoción de los derechos humanos desempeña un papel central en el
compromiso de la Unión Europea, con el fin de favorecer la dignidad de la persona,
tanto en su seno como en las relaciones con los otros países. Se trata de un
compromiso importante y admirable, pues persisten demasiadas situaciones en las
que los seres humanos son tratados como objetos, de los cuales se puede
programar la concepción, la configuración y la utilidad, y que después pueden
ser desechados cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.
Efectivamente, ¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de expresar
libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción la propia fe
religiosa? ¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico claro, que limite el
dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre la tiranía del poder? ¿Qué
dignidad puede tener un hombre o una mujer cuando es objeto de todo tipo de
discriminación? ¿Qué dignidad podrá encontrar una persona que no tiene qué
comer o el mínimo necesario para vivir o, todavía peor, che non tiene el
trabajo que le otorga dignidad?
Promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee derechos
inalienables, de los cuales no puede ser privada arbitrariamente por nadie y,
menos aún, en beneficio de intereses económicos.
Es necesario prestar atención para no caer en algunos errores que pueden
nacer de una mala comprensión de los derechos humanos y de un paradójico mal
uso de los mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia hacia una reivindicación
siempre más amplia de los derechos individuales - estoy tentado de decir
individualistas -, que esconde una concepción de persona humana desligada de
todo contexto social y antropológico, casi como una «mónada» ((μον?ς), cada vez
más insensible a las otras «mónadas» de su alrededor.
Parece que el concepto de derecho ya no se asocia al de deber, igualmente
esencial y complementario, de modo que se afirman los derechos del individuo
sin tener en cuenta que cada ser humano está unido a un contexto social, en el
cual sus derechos y deberes están conectados a los de los demás y al bien común
de la sociedad misma.
Considero por esto que es vital profundizar hoy en una cultura de los
derechos humanos que pueda unir sabiamente la dimensión individual, o mejor,
personal, con la del bien común, con ese «todos nosotros» formado por
individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social. En
efecto, si el derecho de cada uno no está armónicamente ordenado al bien más
grande, termina por concebirse sin limitaciones y, consecuentemente, se
transforma en fuente de conflictos y de violencias.
Así, hablar de la dignidad trascendente del hombre, significa apelarse a su
naturaleza, a su innata capacidad de distinguir el bien del mal, a esa
«brújula» inscrita en nuestros corazones y que Dios ha impreso en el universo
creado; significa sobre todo mirar al hombre no como un absoluto, sino como un
ser relacional. Una de las enfermedades que veo más extendidas hoy en Europa es
la soledad, propia de quien no tiene lazo alguno.
Se ve particularmente en los ancianos, a menudo abandonados a su destino,
como también en los jóvenes sin puntos de referencia y de oportunidades para el
futuro; se ve igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras ciudades
y en los ojos perdidos de los inmigrantes que han venido aquí en busca de un
futuro mejor.
Esta soledad se ha agudizado por la crisis económica, cuyos efectos
perduran todavía con consecuencias dramáticas desde el punto de vista social.
Se puede constatar que, en el curso de los últimos años, junto al proceso de
ampliación de la Unión Europea, ha ido creciendo la desconfianza de los
ciudadanos respecto a instituciones consideradas distantes, dedicadas a
establecer reglas que se sienten lejanas de la sensibilidad de cada pueblo, e
incluso dañinas. Desde muchas partes se recibe una impresión general de
cansancio, de envejecimiento, de una Europa anciana que ya no es fértil ni
vivaz. Por lo que los grandes ideales que han inspirado Europa parecen haber
perdido fuerza de atracción, en favor de los tecnicismos burocráticos de sus
instituciones.
A eso se asocian algunos estilos de vida un tanto egoístas, caracterizados
por una opulencia insostenible y a menudo indiferente respecto al mundo
circunstante, y sobre todo a los más pobres. Se constata amargamente el
predominio de las cuestiones técnicas y económicas en el centro del debate
político, en detrimento de una orientación antropológica auténtica.
El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un
mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser utilizado, de
modo que – lamentablemente lo percibimos a menudo –, cuando la vida ya no sirve
a dicho mecanismo se la descarta sin tantos reparos, como en el caso de los
enfermos, los enfermos terminales, de los ancianos abandonados y sin
atenciones, o de los niños asesinados antes de nacer.
Este es el gran equívoco que se produce «cuando prevalece la absolutización
de la técnica», que termina por causar «una confusión entre los fines y los
medios». Es el resultado inevitable de la «cultura del descarte» y del
«consumismo exasperado». Al contrario, afirmar la dignidad de la persona
significa reconocer el valor de la vida humana, que se nos da gratuitamente y,
por eso, no puede ser objeto de intercambio o de comercio.
Ustedes, en su vocación de parlamentarios, están llamados también a una
gran misión, aunque pueda parecer inútil: Preocuparse de la fragilidad, de la
fragilidad de los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere decir
fuerza y ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y
privatista que conduce inexorablemente a la «cultura del descarte». Cuidar de
la fragilidad, de las personas y de los pueblos significa proteger la memoria y
la esperanza; significa hacerse cargo del presente en su situación más marginal
y angustiante, y ser capaz de dotarlo de dignidad.
Por lo tanto, ¿cómo devolver la esperanza al futuro, de manera que,
partiendo de las jóvenes generaciones, se encuentre la confianza para perseguir
el gran ideal de una Europa unida y en paz, creativa y emprendedora, respetuosa
de los derechos y consciente de los propios deberes?
Para responder a esta pregunta, permítanme recurrir a una imagen. Uno de
los más célebres frescos de Rafael que se encuentra en el Vaticano representa
la Escuela de Atenas. En el centro están Platón y Aristóteles. El primero con
el dedo apunta hacia lo alto, hacia el mundo de las ideas, podríamos decir
hacia el cielo; el segundo tiende la mano hacia delante, hacia el observador,
hacia la tierra, la realidad concreta. Me parece una imagen que describe bien a
Europa en su historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la
tierra, donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha
caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su
capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los problemas.
El futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e
inseparable entre estos dos elementos. Una Europa que no es capaz de abrirse a
la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre el riesgo de
perder lentamente la propia alma y también aquel «espíritu humanista» que, sin
embargo, ama y defiende.
Precisamente a partir de la necesidad de una apertura a la trascendencia,
deseo afirmar la centralidad de la persona humana, que de otro modo estaría en
manos de las modas y poderes del momento. En este sentido, considero
fundamental no sólo el patrimonio que el cristianismo ha dejado en el pasado
para la formación cultural del continente, sino, sobre todo, la contribución
que pretende dar hoy y en el futuro para su crecimiento. Dicha contribución no
constituye un peligro para la laicidad de los Estados y para la independencia
de las instituciones de la Unión, sino que es un enriquecimiento. Nos lo
indican los ideales que la han formado desde el principio, como son: la paz, la
subsidiariedad, la solidaridad recíproca y un humanismo centrado sobre el
respeto de la dignidad de la persona.
Por ello, quisiera renovar la disponibilidad de la Santa Sede y de la
IglesiaCatólica, a través de la Comisión de las Conferencias Episcopales
Europeas (COMECE), para mantener un diálogo provechoso, abierto y trasparente
con las instituciones de la Unión Europea. Estoy igualmente convencido de que
una Europa capaz de apreciar las propias raíces religiosas, sabiendo aprovechar
su riqueza y potencialidad, puede ser también más fácilmente inmune a tantos
extremismos que se expanden en el mundo actual, también por el gran vacío en el
ámbito de los ideales, como lo vemos en el así llamado Occidente, porque «es
precisamente este olvido de Dios, en lugar de su glorificación, lo que engendra
la violencia».
A este respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y
persecuciones que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y
particularmente cristianas, en diversas partes del mundo. Comunidades y
personas que son objeto de crueles violencias: expulsadas de sus propias casas
y patrias; vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas, crucificadas y
quemadas vivas, bajo el vergonzoso y cómplice silencio de tantos.
El lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, pero la unidad no
significa uniformidad política, económica, cultural, o de pensamiento. En
realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la diversidad que la
compone: como una familia, que está tanto más unida cuanto cada uno de sus miembros
puede ser más plenamente sí mismo sin temor.
En este sentido, considero que Europa es una familia de pueblos, que podrán
sentir cercanas las instituciones de la Unión si estas saben conjugar
sabiamente el anhelado ideal de la unidad, con la diversidad propia de cada
uno, valorando todas las tradiciones; tomando conciencia de su historia y de
sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones y fobias. Poner en el centro
la persona humana significa sobre todo dejar que muestre libremente el propio rostro
y la propia creatividad, sea en el ámbito particular que como pueblo.
Por otra parte, las peculiaridades de cada uno constituyen una auténtica
riqueza en la medida en que se ponen al servicio de todos. Es preciso recordar
siempre la arquitectura propia de la Unión Europea, construida sobre los
principios de solidaridad y subsidiariedad, de modo que prevalezca la ayuda
mutua y se pueda caminar, animados por la confianza recípro
En esta dinámica de unidad-particularidad, se les plantea también, Señores
y Señoras Eurodiputados, la exigencia de hacerse cargo de mantener viva la
democracia, la democracia de los pueblos de Europa. No se nos oculta que una
concepción uniformadora de la globalidad daña la vitalidad del sistema
democrático, debilitando el contraste rico, fecundo y constructivo, de las
organizaciones y de los partidos políticos entre sí. De esta manera se corre el
riesgo de vivir en el reino de la idea, de la mera palabra, de la imagen, del
sofisma… y se termina por confundir la realidad de la democracia con un nuevo
nominalismo político. Mantener viva la democracia en Europa exige evitar tantas
«maneras globalizantes» de diluir la realidad: los purismos angélicos, los
totalitarismos de lo relativo, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos
sin bondad, los intelectualismos sin sabiduría.
Mantener viva la realidad de las democracias es un reto de este momento
histórico, evitando que su fuerza real – fuerza política expresiva de los
pueblos – sea desplazada ante las presiones de intereses multinacionales no
universales, que las hacen más débiles y las trasforman en sistemas
uniformadores de poder financiero al servicio de imperios desconocidos. Este es
un reto que hoy la historia nos ofrece.
Dar esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de la
persona humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se trata por
eso de invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus talentos se
forman y dan fruto. El primer ámbito es seguramente el de la educación, a partir
de la familia, célula fundamental y elemento precioso de toda sociedad. La
familia unida, fértil e indisoluble trae consigo los elementos fundamentales
para dar esperanza al futuro. Sin esta solidez se acaba construyendo sobre
arena, con graves consecuencias sociales.
Por otra parte, subrayar la importancia de la familia, no sólo ayuda a dar
prospectivas y esperanza a las nuevas generaciones, sino también a los
numerosos ancianos, muchas veces obligados a vivir en condiciones de soledad y
de abandono porque no existe el calor de un hogar familiar capaz de
acompañarles y sostenerles.
Junto a la familia están las instituciones educativas: las escuelas y
universidades. La educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de
conocimientos técnicos, sino que debe favorecer un proceso más complejo de
crecimiento de la persona humana en su totalidad. Los jóvenes de hoy piden
poder tener una formación adecuada y completa para mirar al futuro con
esperanza, y no con desilusión. Numerosas son las potencialidades creativas de
Europa en varios campos de la investigación científica, algunos de los cuales
no están explorados todavía completamente. Baste pensar, por ejemplo, en las
fuentes alternativas de energía, cuyo desarrollo contribuiría mucho a la
defensa del ambiente.
Europa ha estado siempre en primera línea de un loable compromiso en favor
de la ecología. En efecto, esta tierra nuestra necesita de continuos cuidados y
atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad personal en la custodia de la
creación, don precioso que Dios ha puesto en las manos de los hombres. Esto
significa, por una parte, que la naturaleza está a nuestra disposición, podemos
disfrutarla y hacer buen uso de ella; por otra parte, significa que no somos
los dueños. Custodios, pero no dueños. Por eso la debemos amar y respetar.
«Nosotros en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer,
de manipular, de explotar; no la "custodiamos", no la respetamos, no
la consideramos como un don gratuito que hay que cuidar».
Respetar el ambiente no significa sólo limitarse a evitar estropearlo, sino
también utilizarlo para el bien. Pienso sobre todo en el sector agrícola,
llamado a dar sustento y alimento al hombre. No se puede tolerar que millones
de personas en el mundo mueran de hambre, mientras toneladas de restos de
alimentos se desechan cada día de nuestras mesas. Además, el respeto por la
naturaleza nos recuerda que el hombre mismo es parte fundamental de ella. Junto
a una ecología ambiental, se necesita una ecología humana, hecha del respeto de
la persona, que hoy he querido recordar dirigiéndome a ustedes.
El segundo ámbito en el que florecen los talentos de la persona humana es
el trabajo. Es hora de favorecer las políticas de empleo, pero es necesario
sobre todo volver a dar dignidad al trabajo, garantizando también las
condiciones adecuadas para su desarrollo. Esto implica, por un lado, buscar
nuevos modos para conjugar la flexibilidad del mercado con la necesaria
estabilidad y seguridad de las perspectivas laborales, indispensables para el
desarrollo humano de los trabajadores; por otro lado, significa favorecer un
adecuado contexto social, que no apunte a la explotación de las personas, sino
a garantizar, a través del trabajo, la posibilidad de construir una familia y
de educar los hijos.
Es igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria. No se puede
tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran cementerio. En las
barcazas que llegan cotidianamente a las costas europeas hay hombres y mujeres
que necesitan acogida y ayuda. La ausencia de un apoyo recíproco dentro de la
Unión Europea corre el riesgo de incentivar soluciones particularistas del
problema, que no tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes,
favoreciendo el trabajo esclavo y continuas tensiones sociales.
Europa será capaz de hacer frente a las problemáticas asociadas a la
inmigración si es capaz de proponer con claridad su propia identidad cultural y
poner en práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los
derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la acogida
a los inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas correctas, valientes y
concretas que ayuden a los países de origen en su desarrollo sociopolítico y a
la superación de sus conflictos internos – causa principal de este fenómeno –,
en lugar de políticas de interés, que aumentan y alimentan estos conflictos. Es
necesario actuar sobre las causas y no solamente sobre los efectos.
Señor Presidente, Excelencias, Señoras y Señores Diputados:
Ser conscientes de la propia identidad es necesario también para dialogar
en modo propositivo con los Estados que han solicitado entrar a formar parte de
la Unión en el futuro. Pienso sobre todo en los del área balcánica, para los
que el ingreso en la Unión Europea puede responder al ideal de paz en una
región que ha sufrido mucho por los conflictos del pasado.
Por último, la conciencia de la propia identidad es indispensable en las
relaciones con los otros países vecinos, particularmente con aquellos de la
cuenca mediterránea, muchos de los cuales sufren a causa de conflictos internos
y por la presión del fundamentalismo religioso y del terrorismo internacional.
A ustedes, legisladores, les corresponde la tarea de custodiar y hacer
crecer la identidad europea, de modo que los ciudadanos encuentren de nuevo la
confianza en las instituciones de la Unión y en el proyecto de paz y de amistad
en el que se fundamentan. Sabiendo que «cuanto más se acrecienta el poder del
hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva».12 Les
exhorto, pues, a trabajar para que Europa redescubra su alma buena.
Un autor anónimo del s. II escribió que «los cristianos representan en el
mundo lo que el alma al cuerpo». La función del alma es la de sostener el
cuerpo, ser su conciencia y la memoria histórica. Y dos mil años de historia
unen a Europa y al cristianismo. Una historia en la que no han faltado
conflictos y errores, también pecados, pero siempre animada por el deseo de
construir para el bien. Lo vemos en la belleza de nuestras ciudades, y más aún,
en la de múltiples obras de caridad y de edificación humana común que constelan
el Continente.
Esta historia, en gran parte, debe ser todavía escrita. Es nuestro presente
y también nuestro futuro. Es nuestra identidad. Europa tiene una gran necesidad
de redescubrir su rostro para crecer, según el espíritu de sus Padres
fundadores, en la paz y en la concordia, porque ella misma no está todavía
libre de conflictos.
Queridos Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la Europa
que no gire en torno a la economía, sino a la sacralidad de la persona humana,
de los valores inalienables; la Europa que abrace con valentía su pasado, y
mire con confianza su futuro para vivir plenamente y con esperanza su presente.
Ha llegado el momento de abandonar la idea de una Europa atemorizada y
replegada sobre sí misma, para suscitar y promover una Europa protagonista,
transmisora de ciencia, arte, música, valores humanos y también de fe. La
Europa que contempla el cielo y persigue ideales; la Europa que mira y defiende
y tutela al hombre; la Europa que camina sobre la tierra segura y firme,
precioso punto de referencia para toda la humanidad.
Gracias.
Etiquetas: Papa Francisco, Parlamento Europeo, Estrasburgo
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