Homilías del Papa y Temas sacerdotales
Misa
del Papa en Morelia:
¡Dios, Papá nuestro, no nos dejes caer en la tentación!
El
Papa en Morelia - AFP
16/02/2016
13:10SHARE:
(RV).-
Anunciar a Dios Padre - papá, abba – nuestro, con nuestra vida, no como
funcionarios de lo divino, pues no queremos ser nunca empleados de Dios, «sino
vivir rezando y rezar viviendo», como nos enseñó Jesús.
Misionando
en México la Misericordia y la Paz de Cristo,
en el XII Viaje Apostólico
internacional de su Pontificado, el Papa Francisco, en la cuarta y penúltima
jornada de su peregrinación, celebró la Santa Misa con sacerdotes, religiosos,
religiosas, consagrados y seminaristas en Morelia, en el estadio «Venustiano
Carranza», donde fue recibido con gran alegría y fervor. La cuarta Misa multitudinaria del Papa en
tierra mexicana, la del martes de la I semana de Cuaresma, fue en español y en
la lengua indígena purhépecha.
En
su homilía el Obispo de Roma destacó la importancia de la oración y de la
misión evangelizadora - como nos invita Jesús también hoy - «para hacer
experiencia del amor misericordioso del Padre en nuestra vida y en nuestra
historia».
Haciendo
hincapié en la misión de ser testigos del Señor, el Papa Francisco puso en
guardia contra la resignación, que resume las tentaciones que se presentan ante
realidades tan difíciles, en ambientes dominados por violencia, corrupción,
tráfico de drogas, desprecio de la dignidad de la persona, indiferencia ante el
sufrimiento y la precariedad.
El
Sucesor de Pedro evocó el ejemplo del primer Obispo de Michoacán, Vasco Vázquez
de Quiroga, «Tata Vasco», el «español que se hizo indio», en el que «el dolor
del sufrimiento de sus hermanos se hizo oración y la oración se hizo
respuesta».
(CdM
– RV)
Texto
y audio completo de la homilía del Papa Francisco:
«Hay un dicho, entre nosotros que dice así:
«Dime cómo rezas y te diré cómo vives, dime cómo vives y te diré cómo rezas»,
porque mostrándome cómo rezas, aprenderé a descubrir el Dios que vives y,
mostrándome cómo vives, aprenderé a creer en el Dios al que rezas»; porque
nuestra vida habla de la oración y la oración habla de nuestra vida; porque
nuestra vida habla en la oración y la oración habla en nuestra vida. A rezar se
aprende, como aprendemos a caminar, a hablar, a escuchar. La escuela de la
oración es la escuela de la vida y en la escuela de la vida es donde vamos
haciendo la escuela de la oración. Y Pablo, a su discípulo predilecto Timoteo, cuando
le enseñaba o lo exhortaba a vivir la fe le decía “acordate de tu madre y de tu
abuela”, y a los seminaristas cuando entran al seminario muchas veces me
preguntaban… Padre pero yo quisiera tener una oración más profunda más mental …
mirá seguí rezando como te enseñaron en tu casa y después poco a poco tu
oración irá creciendo como tu vida fue creciendo. A rezar se aprende. Como en
la vida.
Jesús quiso introducir a los suyos en el
misterio de la Vida, en el misterio de su vida. Les mostró comiendo, durmiendo,
curando, predicando, rezando, qué significa ser Hijo de Dios. Los invitó a
compartir su vida, su intimidad y estando con Él, los hizo tocar en su carne la
vida del Padre. Los hace experimentar en su mirada, en su andar la fuerza, la
novedad de decir: «Padre nuestro». En Jesús, esta expresión, Padre Nuestro, no
tiene el «gustillo» de la rutina o de la repetición, al contrario, tiene sabor
a vida, a experiencia, a autenticidad. Él supo vivir rezando y rezar viviendo,
diciendo: Padre nuestro.
Y nos ha invitado a nosotros a lo mismo.
Nuestra primera llamada es a hacer experiencia de ese amor misericordioso del
Padre en nuestra vida, en nuestra historia. Su primera llamada es introducirnos
en esa nueva dinámica de amor, de filiación. Nuestra primera llamada es
aprender a decir «Padre nuestro», como Pablo insiste, Abba. ¡Ay de mí sino
evangelizara!, dice Pablo. ¡Ay de mí! porque evangelizar, prosigue, no es
motivo de gloria sino de necesidad (cf. 1 Co 9,16). Nos ha invitado a
participar de su vida, de la vida divina, ay de nosotros consagrados,
consagradas, seminaristas, sacerdotes, obispos, ay de nosotros si no la
compartimos, ay de nosotros si no somos testigos de lo que hemos visto y oído,
ay de nosotros.
No
queremos ser funcionarios de lo divino, no somos ni queremos ser nunca
empleados de la empresa de Dios, porque somos invitados a participar de su
vida, somos invitados a introducirnos en su corazón, un corazón que reza y vive
diciendo: «Padre nuestro». ¿Y qué es la misión sino decir con nuestra vida,
desde el principio hasta el final, como nuestro hermano Obispo que murió
anoche, qué es la misión sino decir con nuestra vida «Padre nuestro»?
A este Padre nuestro es a quien rezamos con
insistencia todos los días: y qué le decimos en una de esas cosas, no nos dejes caer en la tentación. El mismo
Jesús lo hizo. Él rezó para que sus discípulos —de ayer y de hoy— no cayéramos
en la tentación. ¿Cuál puede ser una de las tentaciones que nos pueden asediar?
¿Cuál puede ser una de las tentaciones que brota no sólo de contemplar la
realidad sino de caminarla? ¿Qué tentación nos puede venir de ambientes muchas
veces dominados por la violencia, la corrupción, el tráfico de drogas, el
desprecio por la dignidad de la persona, la indiferencia ante el sufrimiento y
la precariedad? ¿Qué tentación podemos tener nosotros una y otra vez, nosotros
llamados a la vida consagrada, al Presbiterado, al Episcopado, qué tentación
podemos tener frente a todo esto, frente a esta realidad que parece haberse
convertido en un sistema inamovible?
Creo que la podríamos resumir con una sola
palabra: resignación. Y frente a esta realidad nos puede ganar una de las armas
preferidas del demonio, la resignación. ¿Y qué le vas a hacer? La vida es así.
Una resignación que nos paraliza, una resignación que nos impide, no sólo
caminar, sino también hacer camino; una resignación que no sólo nos atemoriza,
sino que nos atrinchera en nuestras «sacristías» y aparentes seguridades; una
resignación que no sólo nos impide anunciar, sino que nos impide alabar, nos
quita la alegría, el gozo de la alabanza. Una resignación que no sólo nos
impide proyectar, sino que nos frena para arriesgar y transformar. Por eso,
Padre nuestro, no nos dejes caer en la tentación.
Qué
bien nos hace apelar en los momentos de tentación a nuestra memoria. Cuánto nos
ayuda el mirar la «madera» de la que fuimos hechos. No todo ha comenzado con
nosotros, y tampoco todo terminará con nosotros, por eso cuánto bien nos hace
recuperar la historia que nos ha traído hasta aquí.
Y, en este hacer memoria, no podemos
saltearnos a alguien que amó tanto este lugar que se hizo hijo de esta tierra.
A alguien que supo decir de sí mismo: «Me arrancaron de la magistratura y me
pusieron en el timón del sacerdocio, por mérito de mis pecados. A mí, inútil y
enteramente inhábil para la ejecución de tan grande empresa; a mí, que no sabía
manejar el remo, me eligieron primer Obispo de Michoacán» (Vasco Vázquez de
Quiroga, Carta pastoral, 1554).
Agradezco, paréntesis, al Señor Cardenal
Arzobispo que haya querido que se celebrase esta Eucaristía con el báculo de
este hombre y el Cáliz de él. Con ustedes quiero hacer memoria de este
evangelizador, conocido también como Tata Vasco, como «el español que se hizo
indio». La realidad que vivían los indios Purhépechas descritos por él como
«vendidos, vejados y vagabundos por los mercados, recogiendo las arrebañaduras
tiradas por los suelos», lejos de llevarlo a la tentación y de la acedia de la
resignación, movió su fe, movió su vida, movió su compasión y lo impulsó a
realizar diversas propuestas que fuesen de «respiro» ante esta realidad tan
paralizante e injusta. El dolor del sufrimiento de sus hermanos se hizo oración
y la oración se hizo respuesta. Y eso le ganó el nombre entre los indios del
«Tata Vasco», que en lengua purhépecha significa: Papá.
Padre,
papá, Tata, abba. Esa es la oración, esa es la expresión a la que Jesús nos
invitó.
Padre, papá, abba, no nos dejes caer en la
tentación de la resignación, no nos dejes caer en la tentación de la acedia, no
nos dejes caer en la tentación de la
pérdida de la memoria, no nos dejes caer en la tentación de olvidarnos
de nuestros mayores que nos enseñaron con su vida a decir: Padre Nuestro».
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