Homilías del Papa y Temas sacerdotales
Homilía del Papa: el Evangelio es el libro de la misericordia de
Dios
El Papa Francisco celebra en la Plaza de San Pedro la Santa Misa
del II Domingo de Pascua en la Fiesta de la Divina Misericordia. - AFP
03/04/2016 10:52SHARE:
(RV).- Con la participación de miles de fieles y peregrinos el
Santo Padre Francisco celebró la mañana del II Domingo de Pascua, la Santa Misa
en la Fiesta de la Divina Misericordia, tras la solemne vigilia de oración del
primer sábado de abril, en que también se recordó a San Juan Pablo II, en el
día en que se cumplían once años de su fallecimiento.
El Pontífice recordó en su homilía que el Evangelio es el libro
de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha
dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre. Y añadió que este
texto sagrado sigue siendo un libro abierto, en el que se siguen escribiendo
los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el
mejor testimonio de la misericordia. De ahí su exhortación a ser, todos
nosotros, “escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a
todo hombre y mujer de hoy”.
El Papa Bergoglio también afirmó que las obras de misericordia,
corporales y espirituales, son el estilo de vida del cristiano, puesto que
mediante estos gestos sencillos y fuertes, y a veces hasta invisibles, podemos
visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios,
haciendo de este modo lo que hizo Jesús en el día de Pascua, cuando derramó en
los corazones de los discípulos temerosos la misericordia del Padre, el
Espíritu Santo que perdona los pecados y da la alegría.
Además Francisco puso de manifiesto el contraste entre el miedo
de los discípulos que cierran las puertas de la casa y el mandato misionero de
Jesús, que los envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Contraste que –
dijo – puede manifestarse también en nosotros como una lucha interior entre el
corazón cerrado y la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir de
nosotros mismos.
Tras recordar que Cristo entró a través de las puertas cerradas
del pecado, de la muerte y del infierno, y que desea entrar también en cada uno
para abrir de par en par las puertas cerradas del corazón, el Obispo de Roma
afirmó que el Señor resucitado nos indica una sola vía que va en una única
dirección: salir de nosotros mismos, para dar testimonio de la fuerza sanadora
del amor que nos ha conquistado.
En cuanto al saludo de Cristo a sus discípulos, “paz a ustedes”,
el Papa Bergoglio afirmó que no se trata de “una paz negociada”, no es la
suspensión de algo malo: es su paz, la paz que procede del corazón del
Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el miedo. Es la paz que no
divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos; es la paz que permanece
en el dolor y hace florecer la esperanza.
Por esta razón el Papa concluyó su homilía agradeciendo el amor
inmenso que el Señor nos tiene e invitando a pedir la gracia de no cansarnos
nunca de acudir a la misericordia del Padre y de llevarla al mundo siendo
nosotros mismos misericordiosos, para difundir por doquier la fuerza del
Evangelio.
(María Fernanda Bernasconi – RV).
Texto y audio de la homilía del Santo Padre Francisco de la Misa
celebrada el segundo domingo de Pascua o de la Divina Misericordia:
«Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo
Jesús a la vista de los discípulos» (Jn 20,30).
El Evangelio es el libro de la
misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y
hecho es expresión de la misericordia del Padre. Sin embargo, no todo fue
escrito; el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto,
donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos
concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia.
Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio,
portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer
realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el
estilo de vida del cristiano.
Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a
veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la
ternura y el consuelo de Dios. Se sigue así aquello que cumplió Jesús en el día
de Pascua, cuando derramó en los corazones de los discípulos temerosos la
misericordia del Padre, el Espíritu Santo que perdona los pecados y da la
alegría.
Sin embargo, en el relato que hemos escuchado surge un contraste
evidente: por una parte, está el miedo de los discípulos que cierran las
puertas de la casa; por otro lado, el mandato misionero de parte de Jesús, que
los envía al mundo a llevar el anuncio del perdón. Este contraste puede
manifestarse también en nosotros, una lucha interior entre el corazón cerrado y
la llamada del amor a abrir las puertas cerradas y a salir de nosotros mismos.
Cristo, que por amor entró a través de las puertas cerradas del pecado, de la
muerte y del infierno, desea entrar también en cada uno para abrir de par en
par las puertas cerradas del corazón. Él, que con la resurrección venció el
miedo y el temor que nos aprisiona, quiere abrir nuestras puertas cerradas y
enviarnos. El camino que el Señor resucitado nos indica es de una sola vía, va
en una única dirección: salir de nosotros mismos, para dar testimonio de la
fuerza sanadora del amor que nos ha conquistado. Vemos ante nosotros una
humanidad continuamente herida y temerosa, que tiene las cicatrices del dolor y
de la incertidumbre. Ante el sufrido grito de misericordia y de paz, escuchamos
hoy la invitación esperanzadora que Jesús dirige a cada uno de nosotros: «Como
el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21).
Toda enfermedad puede encontrar en la misericordia de Dios una
ayuda eficaz. De hecho, su misericordia no se queda lejos: desea salir al
encuentro de todas las pobrezas y liberar de tantas formas de esclavitud que
afligen a nuestro mundo.
Quiere llegar a las heridas de cada uno, para
curarlas. Ser apóstoles de misericordia significa tocar y acariciar sus llagas,
presentes también hoy en el cuerpo y en el alma de muchos hermanos y hermanas
suyos. Al curar estas heridas, confesamos a Jesús, lo hacemos presente y vivo;
permitimos a otros que toquen su misericordia y que lo reconozcan como «Señor y
Dios» (cf. v. 28), como hizo el apóstol Tomás.
Esta es la misión que se nos
confía. Muchas personas piden ser escuchadas y comprendidas. El Evangelio de la
misericordia, para anunciarlo y escribirlo en la vida, busca personas con el
corazón paciente y abierto, “buenos samaritanos” que conocen la compasión y el
silencio ante el misterio del hermano y de la hermana; pide siervos generosos y
alegres que aman gratuitamente sin pretender nada a cambio.
«Paz a vosotros” (v. 21): es el saludo que Cristo trae a sus
discípulos; es la misma paz, que esperan los hombres de nuestro tiempo. No es
una paz negociada, no es la suspensión de algo malo: es su paz, la paz que
procede del corazón del Resucitado, la paz que venció el pecado, la muerte y el
miedo. Es la paz que no divide, sino que une; es la paz que no nos deja solos,
sino que nos hace sentir acogidos y amados; es la paz que permanece en el dolor
y hace florecer la esperanza.
Esta paz, como en el día de Pascua, nace y renace
siempre desde el perdón de Dios, que disipa la inquietud del corazón. Ser
portadores de su paz: esta es la misión confiada a la Iglesia en el día de
Pascua. Hemos nacido en Cristo como instrumentos de reconciliación, para llevar
a todos el perdón del Padre, para revelar su rostro de amor único en los signos
de la misericordia.
En el Salmo responsorial se ha proclamado: «Su amor es para
siempre» (117/118,2). Es verdad, la misericordia de Dios es eterna; no termina,
no se agota, no se rinde ante la adversidad y no se cansa jamás. En este “para
siempre” encontramos consuelo en los momentos de prueba y de debilidad, porque
estamos seguros que Dios no nos abandona. Él permanece con nosotros para
siempre. Le agradecemos su amor tan inmenso, que no podemos comprender. ¡Es tan
grande! Pidamos la gracia de no cansarnos nunca de acudir a la misericordia del
Padre y de llevarla al mundo; pidamos ser nosotros mismos misericordiosos, para
difundir en todas partes la fuerza del Evangelio, para escribir aquellas
páginas del Evangelio que el Apóstol Juan no ha escrito.
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