Homilías del Papa y Temas sacerdotales
“Aprendamos a renunciar por amor y sigamos el camino del
servicio”, el Papa el Domingo de Ramos
“Agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la
alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros". El
Papa Francisco este Domingo de Ramos. - REUTERS
20/03/2016 11:07SHARE:
(RV).- “La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el
culmen del anonadamiento de Jesús. Para ser en todo solidario con nosotros,
experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre”, lo recordó el
Papa Francisco en su homilía en la Misa del Domingo de Ramos. La Plaza de San
Pedro, magníficamente adornada para la ocasión con numerosos olivos y flores,
fue el marco en el que el Pontífice presidió la Procesión y la bendición de las
Palmas y la celebración de la Pasión del Señor.
Ante miles de fieles y peregrinos italianos y procedentes de
numerosos países, el Obispo de Roma recordó en su homilía que “hemos hecho
nuestro aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos
expresado la alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a
nosotros. Del mismo modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en
nuestras ciudades y en nuestras vidas”. Jesús está contento de la manifestación
popular de afecto de la gente, afirmó el Pontífice. Que nada pueda detener el
entusiasmo por la entrada de Jesús; que nada nos impida encontrar en Él la
fuente de nuestra alegría, de la alegría auténtica, que permanece y da paz;
porque sólo Jesús nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y
de la tristeza.
La Liturgia de hoy – señaló el Sucesor de Pedro – nos enseña que
el Señor no nos ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros
poderosos. Por ello, el apóstol Pablo, sintetiza con dos verbos el recorrido de
la redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo.
“Estos dos verbos, precisó el Santo Padre,
nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se
despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en
Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, Él que no
conoce el pecado”.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo», afirmó el Papa,
es el lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» se abaja hasta los pies de
los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Pero esto es solamente el
inicio. La humillación que sufre Jesús, dice el Pontífice, llega al extremo en
la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por un beso de un
discípulo que él había elegido y llamado amigo. Sufre también la infamia y la
condena inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y
reconocido injusto. Llega de este modo a la muerte en cruz, dolorosa e
infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales.
La soledad, la difamación y el dolor no son todavía el culmen de su
anonadamiento. Para ser en todo solidario con nosotros, experimenta también en
la cruz el misterioso abandono del Padre. Suspendido en el patíbulo, además del
escarnio, afronta también la última tentación: la provocación a bajar de la
cruz, a vencer el mal con la fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e
invencible.
“Precisamente aquí, subrayó el Obispo de Roma, en el culmen del
anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. Perdona
a sus verdugos, abre las puertas del paraíso al ladrón arrepentido y toca el
corazón del centurión”. Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de
actuar de Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos
parece difícil olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él renunció a sí mismo
por nosotros; ¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por Él y
por los otros! Pero si queremos seguir al Maestro, afirmó el Papa, estamos
llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la donación, del olvido
de uno mismo.
Podemos aprender este camino deteniéndonos en estos días a mirar
el Crucifijo, es la “cátedra de Dios”. Por ello, los invito en esta semana,
dijo el Papa Francisco, a mirar frecuentemente esta “cátedra de Dios”, para
aprender el amor humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a
la búsqueda del poder y de la fama.
(Renato Martinez - Radio Vaticano)
Texto y audio completo de la homília del Papa
este Domingo de
Ramos
«¡Bendito el que viene en nombre del Señor!» (Cf. Lc 19,38),
gritaba la muchedumbre de Jerusalén acogiendo a Jesús. Hemos hecho nuestro
aquel entusiasmo, agitando las palmas y los ramos de olivo hemos expresado la
alabanza y el gozo, el deseo de recibir a Jesús que viene a nosotros. Del mismo
modo que entró en Jerusalén, desea también entrar en nuestras ciudades y en
nuestras vidas. Así como lo ha hecho en el Evangelio, cabalgando sobre un
simple pollino, viene a nosotros humildemente, pero viene «en el nombre del
Señor»: con el poder de su amor divino perdona nuestros pecados y nos
reconcilia con el Padre y con nosotros mismos. Jesús está contento de la
manifestación popular de afecto de la gente, y ante la protesta de los fariseos
para que haga callar a quien lo aclama, responde: «si estos callan, gritarán
las piedras» (Lc 19,40). Nada pudo detener el entusiasmo por la entrada de
Jesús; que nada nos impida encontrar en él la fuente de nuestra alegría, de la
alegría auténtica, que permanece y da paz; porque sólo Jesús nos salva de los
lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza.
Sin embargo, la Liturgia de hoy nos enseña que el Señor no nos
ha salvado con una entrada triunfal o mediante milagros poderosos. El apóstol
Pablo, en la segunda lectura, sintetiza con dos verbos el recorrido de la
redención: «se despojó» y «se humilló» a sí mismo (Fil 2,7.8). Estos dos verbos
nos dicen hasta qué extremo ha llegado el amor de Dios por nosotros. Jesús se
despojó de sí mismo: renunció a la gloria de Hijo de Dios y se convirtió en
Hijo del hombre, para ser en todo solidario con nosotros pecadores, él que no
conoce el pecado. Pero no solamente esto: ha vivido entre nosotros en una
«condición de esclavo» (v. 7): no de rey, ni de príncipe, sino de esclavo. Se
humilló y el abismo de su humillación, que la Semana Santa nos muestra, parece
no tener fondo.
El primer gesto de este amor «hasta el extremo» (Jn 13,1) es el
lavatorio de los pies. «El Maestro y el Señor» (Jn 13,14) se abaja hasta los
pies de los discípulos, como solamente hacían lo siervos. Nos ha enseñado con
el ejemplo que nosotros tenemos necesidad de ser alcanzados por su amor, que se
vuelca sobre nosotros; no puede ser de otra manera, no podemos amar sin
dejarnos amar antes por él, sin experimentar su sorprendente ternura y sin
aceptar que el amor verdadero consiste en el servicio concreto.
Pero esto es solamente el inicio. La humillación que sufre Jesús
llega al extremo en la Pasión: es vendido por treinta monedas y traicionado por
un beso de un discípulo que él había elegido y llamado amigo. Casi todos los
otros huyen y lo abandonan; Pedro lo niega tres veces en el patio del templo.
Humillado en el espíritu con burlas, insultos y salivazos; sufre en el cuerpo
violencias atroces, los golpes, los latigazos y la corona de espinas desfiguran
su aspecto haciéndolo irreconocible. Sufre también la infamia y la condena
inicua de las autoridades, religiosas y políticas: es hecho pecado y reconocido
injusto. Pilato lo envía posteriormente a Herodes, y este lo devuelve al
gobernador romano; mientras le es negada toda justicia, Jesús experimenta en su
propia piel también la indiferencia, pues nadie quiere asumirse la
responsabilidad de su destino. Y pienso en tanta gente, en tantos migrantes, en
tantos prófugos, en tantos refugiados, a aquellos de los cuales muchos no
quieren asumirse la responsabilidad de su destino. El gentío que apenas unos
días antes lo aclamaba, transforma las alabanzas en un grito de acusación,
prefiriendo incluso que en lugar de él sea liberado un homicida. Llega de este
modo a la muerte en cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a
los esclavos y a los peores criminales. La soledad, la difamación y el dolor no
son todavía el culmen de su anonadamiento. Para ser en todo solidario con
nosotros, experimenta también en la cruz el misterioso abandono del Padre. Sin
embargo, en el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu» (Lc 23,46).
Suspendido en el patíbulo, además del escarnio, afronta también
la última tentación: la provocación a bajar de la cruz, a vencer el mal con la
fuerza, y a mostrar el rostro de un Dios potente e invencible. Jesús en cambio,
precisamente aquí, en el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico
de Dios, que es misericordia. Perdona a sus verdugos, abre las puertas del
paraíso al ladrón arrepentido y toca el corazón del centurión. Si el misterio
del mal es abismal, infinita es la realidad del Amor que lo ha atravesado,
llegando hasta el sepulcro y los infiernos, asumiendo todo nuestro dolor para
redimirlo, llevando luz donde hay tinieblas, vida donde hay muerte, amor donde
hay odio.
Nos pude parecer muy lejano a nosotros el modo de actuar de
Dios, que se ha humillado por nosotros, mientras a nosotros nos parece difícil
olvidarnos un poco de nosotros mismos. Él renunció a sí mismo por nosotros;
¡Cuánto nos cuesta a nosotros renunciar a alguna cosa por él y por los otros!
Pero si queremos seguir al Maestro, más que alegrarnos porque el viene a
salvarnos, estamos llamados a elegir su camino: el camino del servicio, de la
donación, del olvido de uno mismo. Podemos aprender este camino deteniéndonos
en estos días a mirar el Crucifijo, es la “cátedra de Dios”. Los invito en esta
semana a mirar frecuentemente esta “cátedra de Dios”, para aprender el amor
humilde, que salva y da la vida, para renunciar al egoísmo, a la búsqueda del
poder y de la fama. Estamos atraídos por las miles vanas ilusiones del
aparentar, olvidándonos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que
tiene» (Gaudium et spes, 35); con su humillación, Jesús nos invita a purificar
nuestra vida. Volvamos a él la mirada, pidamos la gracia de entender al menos
algo de su anonadación por nosotros; y así, en silencio, contemplemos el
misterio de esta semana. Reconozcámoslo como Señor de esta semana.
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