Homilías del Papa y Temas sacerdotales
Contemplar
el Evangelio de hoy
Evangelio
de hoy
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Día
litúrgico:
Martes XXII del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 4,31-37):
En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaúm, ciudad de Galilea, y los sábados les
enseñaba. Quedaban asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad.
Había en la sinagoga un hombre que tenía el espíritu de un demonio inmundo, y
se puso a gritar a grandes voces: «¡Ah! ¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de
Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios». Jesús
entonces le conminó diciendo: «Cállate, y sal de él». Y el demonio, arrojándole
en medio, salió de él sin hacerle ningún daño. Quedaron todos pasmados, y se
decían unos a otros: «¡Qué palabra ésta! Manda con autoridad y poder a los
espíritus inmundos y salen». Y su fama se extendió por todos los lugares de la
región.
Rev. D. Joan BLADÉ i Piñol
(Barcelona,
España)
«Quedaban
asombrados de su doctrina, porque hablaba con autoridad»
Hoy vemos cómo la actividad de
enseñar fue para Jesús la misión central de su vida pública. Pero la
predicación de Jesús era muy distinta a la de los otros maestros y esto hacía
que la gente se extrañara y se admirara. Ciertamente, aunque el Señor no había
estudiado (cf. Jn 7,15), desconcertaba con sus enseñanzas, porque «hablaba con
autoridad» (Lc 4,32). Su estilo de hablar tenía la autoridad de quien se sabe
el “Santo de Dios”.
Precisamente, aquella autoridad
de su hablar era lo que daba fuerza a su lenguaje. Utilizaba imágenes vivas y
concretas, sin silogismos ni definiciones; palabras e imágenes que extraía de
la misma naturaleza cuando no de la Sagrada Escritura. No hay duda de que Jesús
era buen observador, hombre cercano a las situaciones humanas: al mismo tiempo
que le vemos enseñando, también lo contemplamos cerca de las gentes haciéndoles
el bien (con curaciones de enfermedades, con expulsiones de demonios, etc.).
Leía en el libro de la vida de cada día experiencias que le servían después
para enseñar. Aunque este material era tan elemental y “rudimentario”, la
palabra del Señor era siempre profunda, inquietante, radicalmente nueva,
definitiva.
La cosa más grande del hablar de
Jesucristo era el compaginar la autoridad divina con la más increíble sencillez
humana. Autoridad y sencillez eran posibles en Jesús gracias al conocimiento
que tenía del Padre y su relación de amorosa obediencia con Él (cf. Mt
11,25-27). Es esta relación con el Padre lo que explica la armonía única entre
la grandeza y la humildad. La autoridad de su hablar no se ajustaba a los
parámetros humanos; no había competencia, ni intereses personales o afán de
lucirse. Era una autoridad que se manifestaba tanto en la sublimidad de la
palabra o de la acción como en la humildad y sencillez. No hubo en sus labios
ni la alabanza personal, ni la altivez, ni gritos. Mansedumbre, dulzura,
comprensión, paz, serenidad, misericordia, verdad, luz, justicia... fueron el
aroma que rodeaba la autoridad de sus enseñanzas.
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