Blog de Tío Paco-Franjaoli-Franja
Para descubrir lo que es el pecado necesitamos reconocer que nuestra vida está íntimamente relacionada con Dios, que existimos como seres humanos desde un proyecto de amor maravilloso.
Para descubrir lo que es el pecado necesitamos reconocer que nuestra vida está íntimamente relacionada con Dios, que existimos como seres humanos desde un proyecto de amor maravilloso.
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Reconocer
el pecado
Reconocer
el pecado nos permite invocar,
aceptar, celebrar la misericordia
Autor:
P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
No
es fácil reconocer que hemos "pecado", que hemos ofendido a Dios, al
prójimo, a nosotros mismos.
No
es fácil especialmente en el mundo moderno, dominado por la ciencia, el
racionalismo, las corrientes psicológicas, las "espiritualidades"
tipo New Age. Un mundo en el que queda muy poco espacio para Dios, y casi nada
para el pecado.
Muchos
reducen la idea del pecado a complejos psicológicos o a fallos en la conducta
que van contra las normas sociales. Desde niños nos educan a hacer ciertas
cosas y a evitar otras. Cuando no actuamos según las indicaciones recibidas,
vamos contra una regla, hacemos algo "malo". Pero eso, técnicamente,
no es pecado, sino infracción.
Otros
justifican los fallos personales de mil maneras. Unos dicen que no tenemos
culpa, porque estamos condicionados por mecanismos psíquicos más o menos
inconscientes. Otros dicen que los fallos son simplemente fruto de la
ignorancia: no teníamos una idea clara de lo que estábamos haciendo. Otros
piensan que el así llamado "pecado" sería sólo algo que provoca en
los demás un sentimiento negativo, pero que en sí no habría ningún acto
intrínsecamente malo.
A
través de la catequesis de adultos, de las diversas actividades pastorales de
la parroquia, de la predicación dominical, se hace urgente un esfuerzo por
superar este tipo de interpretaciones equivocadas e insuficientes.
Pero nunca la oración como la del fariseo que no reconoce sus pecados y sí como la del publicano
Para
descubrir lo que es el pecado necesitamos reconocer que nuestra vida está
íntimamente relacionada con Dios, que existimos como seres humanos desde un
proyecto de amor maravilloso. Es entonces cuando nos damos cuenta de que Dios
llama a cada uno de sus hijos a una vida feliz y plena en el servicio a los
hermanos, y que nos pide, para ello, que vivamos los mandamientos.
Porque
existe Dios, porque tiene un plan sobre nosotros, entonces sí que podemos
comprender qué es el pecado, qué enorme tragedia se produce cada vez que
optamos por seguir nuestros caprichos: nos apartamos del camino del amor.
Al
mismo tiempo, si al mirar a Dios reconocemos que existe el pecado, también
podemos descubrir que existe el perdón, la misericordia, especialmente a la luz
del misterio de Cristo.
Lo
dice de un modo sintético y profundo el Compendio del Catecismo de la Iglesia
católica, en el n. 392: "El pecado es «una palabra, un acto o un deseo
contrarios a la Ley eterna» (San Agustín). Es una ofensa a Dios, a quien
desobedecemos en vez de responder a su amor. Hiere la naturaleza del hombre y
atenta contra la solidaridad humana. Cristo, en su Pasión, revela plenamente la
gravedad del pecado y lo vence con su misericordia".
Es
cierto que nos cuesta reconocer que hemos pecado. Pero hacerlo es propio de
corazones honestos y valientes: llamamos a las cosas por su nombre, y
reconocemos que nuestra vida está profundamente relacionada con Dios y con su
Amor hacia nosotros.
Reconocer,
por tanto, el pecado nos permite invocar, aceptar, celebrar la misericordia
(según una hermosa fórmula usada por el Papa Pablo VI en su "Meditación
ante la muerte"). De lo contrario, nos quedaríamos a medias, como tantas
personas que ven sus pecados con angustia, algunos incluso con desesperación,
sin poder superar graves estados de zozobra interior.
Es
triste haber cometido tantas faltas, haberle fallado a Dios, haber herido al
prójimo. Es doloroso reconocer que hemos incumplido buenos propósitos, que
hemos cedido a la sensualidad o a la soberbia, que hemos preferido el egoísmo a
la justicia, que hemos buscado mil veces la propia satisfacción y no la sana
alegría de quienes viven a nuestro lado. Pero la mirada puesta en Cristo, el
descubrimiento de la Redención, debería sacarnos de nosotros mismos, debería llevarnos
a la confianza: la misericordia es mucho más fuerte que el pecado, el perdón es
la palabra decisiva de la historia humana, de mi vida concreta y llena de
heridas.
De
este manera, podremos afrontar con ojos nuevos la realidad del pecado, de nuestro
pecado y del pecado ajeno, con la seguridad de que hay un Padre que busca al
hijo fugitivo: así lo explica Jesús en las parábolas de la misericordia (Lc
15), y, en el fondo, en todo su mensaje de Maestro bueno. Descubriremos
entonces que si ha sido muy grande el pecado, es mucho más poderosa la
misericordia (cf. Rm 5). Estaremos seguros de que el amor lleva a Dios a buscar
mil caminos para rescatar al hombre que llora desde lo profundo de su corazón
cada una de sus faltas.
Juan
Pablo II hizo presentes estas verdades en su encíclica "Dives in
misericordia" (publicada en el año 1980). Entre sus muchas reflexiones, el
Papa indicaba que "la Iglesia profesa y proclama la conversión. La
conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese
amor que es paciente y benigno a medida del Creador y Padre; el amor, al que
«Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo» es fiel hasta las últimas
consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta
la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto
del «reencuentro» de este Padre, rico en misericordia" (Dives in
misericordia n. 13).
También
el Papa Benedicto XVI, en su encíclica Deus caritas est, evidenció la grandeza
y profundidad del perdón divino: "El amor apasionado de Dios por su
pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que
pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia. El cristiano ve
perfilarse ya en esto, veladamente, el misterio de la Cruz: Dios ama tanto al
hombre que, haciéndose hombre él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de
este modo, reconcilia la justicia y el amor" (Deus caritas est n. 10).
El
misterio de la Cruz, de la misericordia, está presente en el sacramento de la
Penitencia. Pero, de modo especial, en la Eucaristía. Allí no sólo recordamos,
sino que participamos nuevamente en la entrega del Hijo al Padre, en la
donación del Amor más grande, que por salvar al esclavo no dudó en entregar al
Hijo, como recordamos en el solemne pregón que se canta en la Vigilia Pascual.
Con
los ojos puestos en el Crucificado, que también es el Resucitado, podemos
descubrir la maldad del pecado y la fuerza de la misericordia. Desde el abrazo
profundo de Dios Padre nace en los corazones la fuerza que acerca al sacramento
de la confesión, el arrepentimiento profundo que aparta del mal camino, la
gratitud que lleva a amar mucho, porque mucho se nos ha perdonado (cf. Lc
7,37-50).
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