Blog de Tío Paco-Franjaoli-Franja
La Misa y
El trabajo de cada día unido a la ofrenda del altar
El lugar de encuentro de los
católicos en la red
Nuestra ofrenda a Dios en la Misa
Cuando vamos a la Misa, nosotros llevamos al altar
nuestra vida entera, para ofrecerla con el vino y el pan.
Autor: Pedro García, Misionero Claretiano | Fuente:
Catholic.net
-¿Es cierto que el trabajo puede ser llevado al Altar como hostia
personal nuestra?...
Todas las religiones han tenido siempre su centro en
el altar. Todas han expresado el culto a Dios con el sacrificio. Las víctimas
inmoladas --normalmente animales de uso doméstico--, eran la expresión del
dominio de Dios sobre todas las criaturas.
El Cristianismo no es una excepción, y todo él
converge en Jesucristo que se inmola en el altar de la Cruz.
Después, resucitado, el mismo Jesucristo --que en el
Cielo está como víctima glorificada-- se hace presente en nuestros altares.
La Iglesia, entonces, no ofrece ni ofrecerá jamás
otro sacrificio que el de Cristo, el que murió en el Calvario y el que ahora
está a la derecha de Dios. Esto es el sacrificio de la Misa.
(Renovación, actualización del Sacrificio de la Cruz, por el ministerio del sacerdote, que actúa "In persona Christi". Es el mismo Sacrificio del Calvario.)
Pero, dirán algunos:
- Muy bien, ése es el sacrificio de Cristo. ¿Y el sacrificio
personal mío, el que pueda ofrecer yo a Dios, dónde está?... Si Dios no acepta
otro sacrificio que el de Jesús, ¿yo, qué puedo hacer?...
La pregunta es muy legítima. Y quién sabe si la
respuesta a esta pregunta inquietante nos la dio, y muy acertada, aquel
muchacho que trabajaba duro en el taller. El hierro era resistente, pero salía
de la fragua, y del torno después, convertido en una pieza maestra, que,
levantada a lo alto, le hacía exclamar al simpático obrero:
- ¡Qué hermoso es un eje bien hecho! Me parece que hay en él algo
de Dios. Es un poco mi propia hostia.
¡Bien dicho! Cuando vamos a la Misa,
no podemos ir con las manos vacías. Si no llevamos algo de la propia vida, algo
que nos cueste, algo que signifique sacrificio, dolor, esfuerzo, lucha,
deber..., asistiríamos --sólo asistiríamos-- al sacrificio de Cristo, pero no
participaríamos en él.
Es decir, no tendríamos ninguna parte
nuestra, porque no habríamos llevado nada nuestro para ofrecerlo a Dios. Para
que sea sacrificio de Cristo y nuestro, hemos de aportar algo de la propia
vida.
Cuando vamos a la Misa, nosotros
llevamos al altar nuestra vida entera, para ofrecerla con el vino y el pan, que
se convertirán en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, en un solo sacrificio para
gloria de Dios.
Allí está nuestra oración, hostia de
alabanza, salida de labios limpios, nos dice la misma Biblia. ¡Qué sacrificio
tan inocente y tan bello!...
Allí está nuestra pureza de vida,
nuestros cuerpos que se ofrecen como sacrificio vivo, consagrado, agradable a
Dios, como nos enseña San Pablo. ¡Bendita castidad la de los cristianos!...
Pero llevamos al altar, de modo
especial, nuestro trabajo de cada día. En la Misa dominical, llevamos el de la
semana entera. El trabajo que nos cansa, que nos rinde, que nos hace sudar, que
nos aburre muchas veces. Ese trabajo es nuestra cruz, y es por eso también la
gran aportación nuestra al sacrificio de Cristo.
Ese problema tan grave de nuestros días, la llamada
cuestión social, se ha centrado siempre en la relación trabajo-capital. El
capital mandaba, pues tenía todos los resortes en sus manos. Pero los obreros
supieron salir por sus derechos, conculcados por los más fuertes. Se creó así
una insostenible situación de injusticia y de violenta reacción. Al mantenerse
firme el uno, y al verse desatendidas las legítimas reclamaciones de otros, ha
venido tanta revolución, tanta guerra, tanta sangre.
Lo lamentable ha sido que en toda la cuestión social
se ha tenido marginado a Dios. Los del capital, en la práctica de su religión,
no ofrecían a Dios la hostia de su justicia, de su amor, de su caridad. Y los
trabajadores, desdeñados, dejaron de mirarse en el Obrero de Nazaret, que nos
descubrió a todos desde su taller dónde están los verdaderos valores de la
vida.
El trabajo bien hecho --no el flojo y desganado del
perezoso--, es una obra de Dios, al que prestamos nuestras manos para que Él
siga realizando su tarea creadora.
El trabajo bien realizado por nosotros no se
diferencia del de Jesús, el Carpintero de Nazaret, que decía de sí mismo:
- Yo trabajo, como trabaja siempre mi Padre.
Si nuestro trabajo es como el de
Cristo, y el de Cristo como el del Padre, estemos seguros de que no podemos
escoger para el altar una hostia propia nuestra, ni más agradable a Dios, como
ese trabajo de cada día, hecho con la misma perfección del mismo Cristo y del
mismo Dios....
Hebr. 13, 15. Rom. 12, 1. Jn. 5,17.
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